TRATADO DE LA VIDA CRISTIANA

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CAPÍTULO I

SOBRE LA VIDA DEL CRISTIANO.

ARGUMENTOS DE LA ESCRITURA QUE NOS EXHORTAN A ELLA
1. INTRODUCCIÓN AL "TRATADO DE LA VIDA CRISTIANA",  
1 °. MÉTODO DE EXPOSICIÓN
Hemos dicho  que el blanco y fin de la regeneración es que en la vida de los fieles se vea armonía y acuerdo entre la justicia de Dios y la obediencia de ellos; y de este modo, ratifiquen la adopción por la cual han sido admitidos en el número de sus hijos. Y aunque la Ley de Dios contiene en sí aquella novedad de vida mediante la cual queda restaurada en nosotros la imagen de Dios; sin embargo como nuestra lentitud y pereza tienen necesidad de muchos estímulos y empujones para ser más diligente, resultará útil deducir de pasajes diversos de la Escritura un orden y modo de regular adecuadamente nuestra vida, para que los que desean sinceramente enmendarse, no se engañen lamentablemente en su intento.          
Ahora bien, al proponer formar la vida de un cristiano, no ignoro que me meto en un tema demasiado vasto y complejo, que por su extensión podría llenar un libro voluminoso, si quisiera tratarlo como merece. Porque bien vemos lo prolijas que son las exhortaciones de los doctores antiguos, cuando se limitan a tratar de alguna virtud en particular. Y no porque pequen de habladores; sino porque en cualquier virtud que uno se proponga alabar y recomendar es tal la abundancia de materia, que le parecerá que no ha tratado bien de ella, si no dice muchas cosas en su alabanza.
Sin embargo, mi intención no es desarrollar de tal manera la instrucción de vida, que trate de cada una de las virtudes en particular, y hacer un panegírico de cada una de ellas. Esto puede verse en los libros de otros, principalmente en las homilías o sermones populares de los doctores antiguos. A mí me basta con exponer un cierto orden y método mediante el cual el cristiano sea dirigido y encaminado al verdadero blanco de ordenar convenientemente su vida. Me contentaré, pues, con señalar en pocas palabras una regla general, a la cual él pueda reducir todas sus acciones. Quizás en otra ocasión trate más por extenso este tema; (o puede que lo deje para otros, por no ser yo tan apto para realizarlo. A mí, por disposición natural, me gusta la brevedad; y puede que si me propusiera extenderme más, no consiguiera hacerlo debidamente. Aun cuando el modo de enseñar por extenso fuese más plausible, difícilmente dejaría yo de exponer los temas con brevedad, como lo hago). Además la obra que tengo entre manos exige que con la mayor brevedad posible expongamos una doctrina sencilla y clara.
Así como en filosofía hay ciertos fines de rectitud y honestidad de los cuales se deducen las obligaciones y deberes particulares de cada virtud, igualmente la Escritura tiene su manera de proceder en este punto; e incluso afirmo que el orden de la Escritura es más excelente y cierto, que el de los filósofos. La única diferencia es que los filósofos, como eran muy  ambiciosos, afectaron a propósito al disponer esta materia, una exquisita perspicuidad y claridad para demostrar la sutileza de su ingenio. Por el contrario, el Espíritu de Dios, como, enseñaba sin afectación alguna, no siempre ni tan estrictamente ha guardado orden ni método; sin embargo, cuando lo emplea nos demuestra que no lo, debemos menospreciar.
2. DIOS IMPRIME EN NUESTROS CORAZONES EL AMOR DE LA JUSTICIA:
A. POR SU PROPIA SANTIDAD
El orden de la Escritura que hemos indicado, consiste principalmente en dos puntos. El primero es imprimir en nuestros corazones el amor de la justicia, al cual nuestra naturaleza no nos inclina en absoluto. El otro, proponernos una regla cierta, para que no andemos vacilantes ni equivoquemos el camino de la Justicia.
Respecto al primer punto, la Escritura presenta muchas y muy admirables razones para inclinar nuestro corazón al amor de la justicia. Algunas las hemos ya mencionado en diversos lugares, y aquí expondremos brevemente otras.
¿Cómo podría comenzar mejor que advirtiéndonos la necesidad de que seamos santificados, porque nuestro Dios es santo (Lv. 19, 1-2; 1 Pe. 1, 16)? Porque, como quiera que andábamos extraviados, como ovejas descarriadas, por el laberinto de este mundo, ti nos recogió para unirnos consigo. Cuando oímos hablar de la unión de Dios con nosotros, recordemos que el lazo de la misma es la santidad. No que vayamos nosotros a Dios por el mérito de nuestra santidad, puesto que primeramente es necesario que antes de ser santos nos acerquemos a El, para que derramando su santidad sobre nosotros, podamos seguirle hasta donde dispusiere; sino porque su misma gloria exige que no tenga familiaridad alguna con la iniquidad y la inmundicia; hemos de asemejamos a El, porque somos suyos. Por eso la Escritura nos enseña que la santidad es el fin de nuestra vocación, en la que siempre debemos tener puestos los ojos, si queremos responder a Dios cuando nos llama. Porque, ¿para qué sacarnos de la maldad y corrupción del mundo, en la que estábamos sumidos, si deseamos permanecer encenagados y revolcándonos en ella toda nuestra vida? Además, nos avisa también que si queremos ser contados en el número de los hijos de Dios, debemos habitar en la santa ciudad de Jerusalem (Sal. 24, 3), que ti ha dedicado y consagrado a sí mismo y no es lícito profanarla con La impureza de los que la habitan. De ahí estas sentencias: Aquéllos habitarán en el tabernáculo de Jehová, que andan en integridad y hacen justicia (Sal. 15, 1-2). Porque no conviene que el santuario, en el que Dios reside, esté lleno de estiércol, como si fuese un establo. 
3. B. POR NUESTRA REDENCIÓN Y NUESTRA COMUNIÓN CON CRISTO
Y para más despertarnos, nos muestra la Escritura, que como Dios nos reconcilia consigo en Cristo, del mismo modo nos ha propuesto en Él una imagen y un dechado, al cual quiere que nos conformemos (Rom. 6, 4-6.18). 
Así pues, los que creen que solamente los filósofos han tratado como se debe la doctrina moral, que me muestren una enseñanza respecto a las costumbres, mejor que la propuesta por la Escritura. Los filósofos cuando pretenden con todo su poder de persuasión exhortar a los hombres a la virtud, no dicen sino que vivamos de acuerdo con la naturaleza. En cambio, la Escritura saca sus exhortaciones de la verdadera fuente, y nos ordena que refiramos a Dios toda nuestra vida, como autor que es de la misma y del cual está pendiente. Y además, después de advertirnos que hemos degenerado del verdadero estado original de nuestra creación, añade que Cristo, por el cual hemos vuelto a la gracia de Dios, nos ha sido propuesto como dechado, cuya imagen debemos reproducir en nuestra vida. ¿Qué se podría decir más vivo y eficaz que esto? ¿Qué más podría desearse? Porque si Dios nos adopta por hijos con la condición de que nuestra vida refleje la de Cristo, fundamento de nuestra adopción, si no nos entregamos a practicar la justicia, además de demostrar una enorme deslealtad hacia nuestro Creador, renegamos también de nuestro Salvador. 
Por eso la Escritura, de todos los beneficios de Dios que refiere y de cada una de las partes de nuestra salvación, toma ocasión para exhortarnos. Así cuando dice que puesto que Dios se nos ha dado como Padre, merecemos que se nos tache de ingratos, si por nuestra parte no demostramos también que somos sus hijos (Mal. 1, 6; Ef. 5, 1; 1 Jn. 3, 1). Que habiéndonos limpiado y lavado con su sangre, comunicándonos por el bautismo esta purificación, no debemos mancillamos con nuevas manchas (Ef. 5,26; Heb. 10,10; 1 Cor. 5, 11.13; l Pe. 1, 15—19). Que puesto que nos ha injertado en su cuerpo, debemos poner gran cuidado y solicitud para no contaminarnos de ningún modo, ya que somos sus miembros (1 Cor. 6,15; Jn. 15,3; Ef. 5,23). Que, siendo Él nuestra Cabeza, que ha subido al cielo, es necesario que nos despojemos de todos los afectos terrenos para poner todo nuestro corazón en la vida celestial (Col. 3, 1—2). Que habiéndonos consagrado el Espíritu Santo como templos de Dios, debemos procurar que su gloria sea ensalzada por medio de nosotros y guardarnos de no ser profanados con la suciedad del pecado (1 Cor. 3, 16; 6,1; 2 Cor. 6, 16). Que, ya que nuestra alma y nuestro cuerpo están destinados a gozar de la incorrupción celestial y de la inmarcesible corona de la gloria, debemos hacer todo lo posible para conservar tanto el alma como el cuerpo puros y sin mancha hasta el día del Señor (1 Tes. 5.23). 
He aquí los verdaderos y propios fundamentos para ordenar debidamente nuestra vida. Es imposible hallarlos semejantes entre los filósofos, quienes al alabar la virtud nunca van más allá de la dignidad natural del hombre 
4. 2°. LLAMAMIENTO A LOS FALSOS CRISTIANOS; EL EVANGELIO NO ES UNA DOCTRINA DE MERAS PALABRAS, SINO DE VIDA
Este es el lugar adecuado para dirigirme a los que no tienen de Cristo más que un título exterior, y con ello quieren ya ser tenidos por cristianos. Mas, ¿qué desvergüenza no es gloriarse del sacrosanto nombre de Cristo, cuando solamente permanecen con Cristo aquellos que lo han conocido perfectamente por la palabra del Evangelio? Ahora bien, el Apóstol niega que haya nadie recibido el perfecto conocimiento de Cristo, sino el que ha aprendido a despojarse del hombre viejo, que se corrompe, para revestirse del nuevo, que es Cristo (Ef. 4, 20-24). 
Se ve pues claro, que estas gentes afirman falsamente y con gran injuria de Cristo que poseen el conocimiento del mismo, por más que hablen del Evangelio; porque el Evangelio no es doctrina de meras palabras, sino de vida, y no se aprende únicamente con el entendimiento y La memoria, como las otras ciencias, sino que debe poseerse con el alma, y asentarse en lo profundo del corazón; de otra manera no se recibe como se debe. Dejen, pues, de gloriarse con gran afrenta de Dios, de lo que no son; o bien, muestren que de verdad son dignos discípulos de Cristo, su Maestro. 
Hemos concedido el primer puesto a la doctrina en la que se contiene nuestra religión. La razón es que ella es el principio de nuestra salvación. Pero es necesario también, para que nos sea útil y provechosa, que penetre hasta lo más íntimo del corazón, a fin de que muestre su eficacia a través de nuestra vida, y que nos trasforme incluso, en su misma naturaleza. Si los filósofos se enojan, y con razón, y arrojan de su lado con grande ignominia a los que haciendo profesión del arte que llaman maestra de la vida, la convierten en una simple charla de sofistas, con cuánta mayor razón no hemos de abominar nosotros de estos charlatanes, que no saben hacer otra cosa que engañar y se contentan simplemente con tener el Evangelio en los labios, sin preocuparse para nada de él en su manera de vivir, dado que la eficacia del Evangelio debería penetrar hasta los más íntimos afectos del corazón, debería estar arraigada en el alma infinitamente más que todas las frías exhortaciones de los filósofos, y cambiar totalmente, al hombre.
5. DEBEMOS TENDER A LA PERFECCIÓN QUE NOS MANDA DIOS
Yo no exijo que la vida del cristiano sea un perfecto y puro Evangelio.
Evidentemente sería de desear que así fuera, y es necesario que el cristiano lo intente. Sin embargo yo no exijo una perfección evangélica tan severa, que me niegue a reconocer como cristiano al que no haya llegado aún a  ella. Entonces habría que excluir de la iglesia a todos los hombres del mundo, ya que no hay uno solo que no esté muy lejos de ella, por más que haya adelantado. Tanto más cuanto que la mayor parte no están adelantados, y sin embargo no hay razón para que sean desechados. ¿Qué hacer, entonces? 
Evidentemente debemos poner ante nuestros ojos este blanco, al que han de ir dirigidas todas nuestras acciones. Hacia él hay que tender y debemos esforzarnos por llegar. Porque no es lícito que andemos a medias con Dios, haciendo algunas de las cosas que nos manda en su Palabra, y teniendo en cuenta otras a nuestro capricho. Pues Él siempre nos recomienda en primer lugar la integridad como parte principal de su culto, queriendo significar con esa palabra una pura sinceridad de corazón sin mezcla alguna de engaño y de ficción; a lo cual se opone la doblez de corazón; como si dijese, qué el principio espiritual de la rectitud de vida es aplicar el afecto interior del corazón a servir a Dios sin ficción alguna en santidad y en justicia. Mas, como mientras vivimos en la cárcel terrena de nuestro cuerpo, ninguno de nosotros tiene fuerzas suficientes, ni tan buena disposición, que realice esta carrera con la ligereza que debe, y más bien, la mayor parte es tan débil y tan sin fuerzas, que va vacilando y como cojeando y apenas avanza, caminemos cada uno según nuestras pequeñas posibi1idades y no dejemos de proseguir el camino que hemos comenzado. Nadie avanzará tan pobremente, que por lo menos no gane algo de terreno cada día.
No dejemos, pues, de aprovechar continuamente algo en el camino del Señor, y no perdamos el ánimo ni desmayemos porque aprovechamos poco. Aunque el éxito no corresponda a nuestros deseos, el trabajo no está perdido si el día de hoy supera al de ayer. Pongamos los ojos en este blanco con sincera simplicidad y sin engaño alguno, y procuremos llegar al fin que se nos propone, sin adularnos ni condescender con nuestros vicios, sino esforzándonos sin cesar en ser cada día mejores hasta que alcancemos la perfecta bondad que debemos buscar toda nuestra vida. Esa perfección la conseguiremos cuando, despojados de la debilidad de nuestra carne, seamos plenamente admitidos en la compañía de Dios.

CAPÍTULO II

LA SUMA DE LA VIDA CRISTIANA: LA RENUNCIA A NOSOTROS MISMOS

1. 1°. LA DOBLE REGLA DE LA VIDA CRISTIANA: NO SOMOS NUESTROS; SOMOS DEL SEÑOR
Pasemos ahora al segundo punto. Aunque la Ley del Señor, dispone de un método perfectamente ordenado para la recta instrucción de nuestra vida, sin embargo nuestro buen y celestial Maestro ha querido formar a los suyos en una regla aún más exquisita que la contenida en su Ley.
El principio de esta instrucción es que la obligación de los fieles es ofrecer sus cuerpos a Dios “en sacrificio vivo, santo, agradable"; y que en esto consiste el legítimo culto (Rom. 12, 1). De ahí se sigue la exhortación de que no se conformen a la imagen de este mundo, sino que se transformen renovando su entendimiento, para que conozcan cuál es la voluntad de Dios. Evidentemente es un punto trascendental saber que estamos consagradas y dedicados a Dios, a fin dé que ya no pensemos cosa alguna, ni hablemos, meditemos o hagamos nada que no sea para su gloria; porque no se pueden aplicar las cosas sagradas a usos profanos, sin hacer con ello gran injuria a Dios.
Y si nosotros no somos nuestros, sino del Señor, bien claro se ve de qué  debemos huir para no equivocarnos, y hacia dónde debemos enderezar todo cuanto hacemos. No somos nuestros; luego, ni nuestra razón, ni nuestra voluntad deben presidir nuestras resoluciones, ni nuestros actos. No somos nuestros; luego no nos propongamos como fin buscar lo que le conviene a la carne. No somos nuestros; luego olvidémonos en lo posible de nosotros mismos y de todas nuestras cosas.
Por el contrario, somos del Señor, luego, vivamos y muramos para Él. Somos de Dios, luego que su sabiduría y voluntad reinen en cuanto emprendamos. Somos de Dios; a Él, pues, dirijamos todos los momentos de nuestra vida, como a único y legítimo fin. ¡Cuánto ha adelantado el que, comprendiendo que no es dueño de sí mismo, priva del mando y dirección de sí a su propia razón, para confiarlo al Señor! Porque la peste más perjudicial y que más arruina a los hombres es la complacencia en sí mismos y no hacer más que lo que a cada uno le place. Por el contrario, el único puerto de salvación, el único remedio es que el hombre no sepa cosa alguna ni quiera nada por sí mismo, sino que siga solamente al Señor, que va mostrándole el camino (Rom.14, 8).
EL VERDADERO SERVICIO DE DIOSPor tanto, el primer paso es que el hombre se aparte de sí mismo, se niegue a sí mismo, para de esta manera aplicar todas las fuerzas de su entendimiento al servicio de Dios. Llamo servicio, no solamente al que consiste en obedecer a la Palabra de Dios, sino a aquél pop el cual el entendimiento del hombre, despojado del sentimiento de su propia carne, se convierte enteramente y se somete al Espíritu de Dios, para dejarse guiar por Él.
Esta transformación a la cual san Pablo llama renovación de la mente (Ef.4, 23), y que es el primer peldaño de la vida, ninguno de cuantos filósofos han existido ha llegado a conocerla. Ellos enseñan que sola la razón debe regir y gobernar al hombre, y piensan que a ella sola se debe escuchar; y por lo tanto, a ella sola permiten y confían el gobierno del hombre. En cambio, la filosofía cristiana manda que la razón ceda, se sujete y se deje gobernar por el Espíritu Santo, para que el hombre no sea ya el que viva, sino que sea Cristo quien viva y reine en él (Gál.2, 20).
2. DEBEMOS BUSCAR LA VOLUNTAD Y LA GLORIA DE DIOS
De ahí se sigue el otro punto que hemos indicado; no procurar lo que nos agrada y complace, sino lo que le gusta al Señor y sirve para ensalzar su gloria.
La gran manera de adelantar consiste en que olvidándonos casi de nosotros mismos, o por lo menos intentando no hacer caso de nuestra razón, procuremos con toda diligencia servir a Dios y guardar sus mandamientos. Porque al mandarnos la Escritura que no nos preocupemos de nosotros, no solamente arranca de nuestros corazones la avaricia, la ambición, y el apetito de honores y dignidades, sino que también desarraiga la ambición y todo apetito de gloria mundana, y otros defectos ocultos. Porque es preciso que el cristiano esté fe tal manera dispuesto y preparado, que comprenda que mientras viva debe entenderse con Dios. Con este pensamiento, viendo que ha de dar cuenta a Dios de todas sus obras, dirigirá a Él con gran reverencia todos los designios de su corazón, y los fijará en Él. Porque el que ha aprendido a poner sus ojos en Dios en todo cuanto hace, fácilmente aparta su entendimiento de toda idea vana. En esto consiste aquel negarse a sí mismo que Cristo con tanta diligencia inculca y manda a sus discípulos (M t. 16, 24), durante su aprendizaje; el cual una vez que ha arraigado en el corazón, primeramente destruye la soberbia, el amor al Fausto, y la jactancia; y luego, la avaricia, la intemperancia, la superfluidad, las delicadezas, y los demás vicios que nacen del amor de nosotros mismos.
Por el contrario, dondequiera que no reina la negación de nosotros mismos, allí indudablemente vicios vergonzosos lo manchan todo; y si aún queda algún rastro de virtud se corrompe con el inmoderado deseo y apetito de gloria. Porque, mostradme, si podéis, un hombre que gratuitamente se muestre bondadoso con sus semejantes, si no ha renunciado a sí mismo, conforme al mandamiento del Señor. Pues todos los que no han tenido este afecto han practicado la virtud par lo menos para ser alabados. Y entre les filósofos, los que más insistieron en que la virtud ha de ser apetecida por sí misma, se llenaron de tanta arrogancia, que bien se ve que desearon tanto la virtud para tener motivo de ensoberbecerse. Y tan lejos está, Dios de darse por satisfecho con esos ambiciosos que, según suele decirse, beben los vientos para ser honradas y estimados del pueblo, o con los orgullosos que presumen de sí mismos, que afirma que los primeros ya han recibido su salario en esta vida, y los segundos están más lejos del reino de los cielos que los publicanos y las rameras.
Pero aún no hemos expuesto completamente cuántos y cuan grandes obstáculos impiden al hombre dedicarse a obrar bien mientras que no ha renunciado a sí mismo. Pues es muy verdad aquel dicho antiguo, según el cual en el alma del hombre se oculta una infinidad de vicios. Y no hay ningún otro remedio, sino renunciar a nosotros mismos, no hacer caso de nosotros mismos, y elevar nuestro entendimiento a aquellas cosas que el Señor pide de nosotros, y buscarlas porque le agradan al Señor. 
3. DEBEMOS HUIR DE LA IMPIEDAD Y LOS DESEOS MUNDANOS
San Pablo describe en otro lugar concreto, aunque brevemente, todos los elementos para regular nuestra vida. "La gracia de Dios", dice, "se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador, Jesucristo, quien se dio así mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad, y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras" (Tit. 2, 11-14). Porque después de haber propuesto la gracia de Dios para animarnos y allanarnos el camino, a fin de que de veras podamos servir a Dios, suprime dos impedimentos que podrían grandemente estorbarnos; a saber, la impiedad, a la que naturalmente estamos muy inclinados; y luego, los deseos mundanos, que se extienden más lejos. Bajo el nombre de impiedad no solamente incluye las supersticiones, sino también cuanto es contrario al verdadero temor de Dios. Por deseos mundanos no entiende otra cosa sino los afectos de la carne. De esta manera nos manda que nos despojemos de lo que en nosotros es natural por lo que se refiere a ambas partes de la Ley, y que renunciemos a cuanto nuestra razón y voluntad nos dictan.
DEBEMOS SEGUIR LA SOBRIEDAD, LA JUSTICIA Y LA PIEDAD. Por lo demás,  reduce todas nuestras acciones a tres miembros o partes: sobriedad, justicia y piedad.
LA PRIMERA, que es la sobriedad, sin duda significa tanto castidad y  templanza, como un puro y moderado uso de los bienes temporales, y la paciencia en la pobreza.
LA SEGUNDA, o sea la justicia, comprende todos los deberes y obligaciones de la equidad, por la que a cada uno se da lo que es suyo.
La piedad, que viene en tercer lugar, nos purifica de todas las manchas del mundo y nos une con Dios en verdadera santidad.
Cuando estas tres virtudes están ligadas entre sí con un lazo indisoluble, constituyen la perfección completa. Pero como no hay cosa más difícil que no hacer caso de nuestra carne y dominar nuestros apetitos, o por mejor decir, negarlos del todo, y dedicarnos a servir a Dios y a nuestro prójimo y a meditar en una vida angélica, mientras vivimos en esta tierra, san Pablo, para librar a nuestro entendimiento de todos los lazos, nos trae a la memoria la esperanza de la inmortalidad bienaventurada, advirtiéndonos que no combatimos en vano; porque así como Cristo se mostró una vez Redentor nuestro, de la misma manera se mostrará en el último día el fruto y la utilidad de la salvación que nos consiguió. De esta manera disipa todos los halagos y embaucamientos, que suelen oscurecer nuestra vista para que no levantemos los ojos de nuestro entendimiento, como conviene, a contemplar la gloria celestial. Y además nos enseña que debemos pasar por el mundo como peregrinos, a fin de no perder la herencia del cielo. 
4, 2°. LA RENUNCIA A NOSOTROS MISMOS EN CUANTO HOMBRES: HUMILDAD Y PERDÓN
Vemos, pues, por estas palabras que el renunciar a nosotros mismos en parte se refiere a los hombres, y en parte se refiere a Dios; y esto es lo principal. 
Cuando la Escritura nos manda que nos conduzcamos con los hombres de tal manera que los honremos y los tengamos en más que a nosotros mismos, que nos empleemos, en cuanto nos fuere posible, en procurar su provecho con toda lealtad (Rom. 12, 10; Flp. 2,3), nos ordena mandamientos y leyes que nuestro entendimiento no es capaz de comprender, si antes no se vacía de sus sentimientos naturales. Porque todos nosotros somos tan ciegos y tan embebidos estamos en el amor de nosotros mismos, que no hay hombre alguno al que no le parezca tener toda la razón del mundo para ensalzarse sobre los demás y menospreciarlos respecto a si mismo. 
Si Dios nos ha enriquecido con algún don estimable, al momento nuestro corazón se llena de soberbia, y nos hinchamos hasta reventar de orgullo. Los vicios de que estamos llenos los encubrimos con toda diligencia, para que los otros no los conozcan, y hacemos entender adulándonos, que nuestros defectos son insignificantes y ligeros; e incluso muchas veces los tenemos por virtudes. En cuanto a los dones con que el Señor nos ha enriquecido, los tenemos en tanta estima, que los adoramos, Mas, si vemos estos dones en otros, o incluso mayores, al vernos forzados a reconocer que nos superan y que hemos de confesar su ventaja, los oscurecemos y rebajamos cuanto podemos. Por el contrario, si vemos algún vicio en los demás, no nos contentamos con observarlo con severidad, sino que odiosamente lo aumentamos. 
De ahí nace esa arrogancia en virtud de la cual cada uno de nosotros, come si estuviese exento de la condición común y de la ley a la que todos estamos sujetos, quiere ser tenido en más que los otros, y sin exceptuar a ninguno, menosprecia a todo el mundo y de nadie hace caso, como si todos fuesen inferiores a él. Es cierto que los pobres ceden ante los ricos, los plebeyos ante los nobles, los criados ante los señores, los indoctos ante los sabios; pero no hay nadie que en su interior no tenga una cierta opinión de que excede a los demás. De este modo cada uno adulándose a sí mismo, mantiene una especie de reino en su corazón. Atribuyéndose a sí mismo las cosas que le agradan, juzga y censura el genio y las costumbres de los demás; y si se llega a la disputa, en seguida deja ver su veneno. Porque sin duda hay muchos que aparentan mansedumbre y modestia cuando todo va a su gusto; pero, ¿quién es el que cuando se siente pinchado y provocado guarda el mismo continente modesto y no pierde la paciencia? 
No hay, pues, más remedio que desarraigar de lo intimo del corazón esta peste infernal de engrandecerse a si mismo y de amarse desordenadamente, como lo enseña también la Escritura. Según sus enseñanzas, los dones que Dios nos ha dado hemos de comprender que no son nuestros, pues son mercedes que gratuitamente Dios nos ha concedido; y que si alguno se ensoberbece por ellos, demuestra por lo mismo su ingratitud. “¿Quién te distingue?”, dice san Pablo, “¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido?”. Por otra parte, al reconocer nuestros vicios, deberemos ser humildes. Con ello no quedará en nosotros nada de que gloriamos; más bien encontraremos materia para rebajarnos. 
Se nos manda también que todos los bienes de Dios que vemos en los otros los tengamos en tal estima y aprecio, que por ellos estimemos y honremos a aquellos que los poseen. Porque seria gran maldad querer despojar a un hombre del honor que Dios le ha conferido. 
En cuanto a sus faltas se nos manda que las disimulemos y cubramos; y no para mantenerlas con adulaciones, sino para no insultar ni escarnecer por causa de ellas a quienes cometen algún error, puesto que debemos amarlos y honrarlos. Por eso no solamente debemos conducirnos modesta y moderadamente con cuantos tratemos, sino incluso con dulzura y amistosamente, pues jamás se podrá llegar por otro camino a la verdadera mansedumbre, sino estando dispuesto de corazón a rebajarse a sí mismo y a ensalzar a los otros. 
5. EL SER VICIO AL PRÓJIMO EN EL AMOR Y LA COMUNIÓN MUTUAS
Y ¡cuánta dificultad encierra el cumplimiento de nuestro deber de buscar la utilidad del prójimo! Ciertamente, si no dejamos a un lado el pensamiento de nosotros mismos, y nos despojamos de nuestros intereses, no haremos nada en este aspecto. Porque, ¿cómo llevaremos a cabo las obras que san Pablo nos enseña que son de caridad, si no hemos renunciado a nosotros mismos para consagrarnos al servicio de nuestros hermanos? “El amor”, dice, “es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no es indecoroso, no busca lo suyo, no se irrita...” (1 Cor. 13, 4-7). Si solamente se nos mandase no buscar nuestro provecho, aún entonces no sería poco el esfuerzo que tendríamos que hacer, pues de tal manera nos lleva nuestra naturaleza a amarnos a nosotros mismos, que no consiente fácilmente que nos despreocupemos de nosotros para atender al provecho del prójimo; o por mejor decir, no nos consiente perder de nuestro derecho para que otros gocen de él. 
Sin embargo, la Escritura, para inducirnos a ello, nos advierte que todos cuantos bienes y mercedes hemos recibido de Dios, nos han sido entregados con la condición de que contribuyamos al bien común de la Iglesia; y por tanto, que el uso legitimo de todos estos bienes lleva consigo comunicarlos amistosa y liberalmente con nuestro prójimo. Ninguna regla más cierta ni más sólida podía imaginarse para mantener esta comunicación, que cuando se nos dice que todos los bienes que tenemos nos los ha dado Dios en depósito, y que los ha puesto en nuestras manos con la condición de que usemos de ellos en beneficio de nuestros hermanos. 
Y aún va más allá la Escritura. Compara las gracias y dones de cada uno a las propiedades de los diversos miembros del cuerpo humano. Ningún miembro tiene su facultad correspondiente en beneficio suyo, sino para el servicio de los otros miembros, y no saca de ello más provecho que el general, que repercute en todos los demás miembros del cuerpo. De esta manera el fiel debe poner al servicio de sus hermanos todas sus facultades; no pensando en sí mismo, sino buscando el bien común de la Iglesia (1 Cor. 12, 12). Por tanto, al hacer bien a nuestros hermanos y mostrarnos humanitarios, tendremos presente esta regla: que de todo cuanto el Señor nos ha comunicado con lo que podemos ayudar a nuestros hermanos, somos dispensadores; que estamos obligados a dar cuenta de cómo lo hemos realizado; que no hay otra manera de dispensar debidamente lo que Dios ha puesto en nuestras manos, que atenerse a la regla de la caridad. De ahí resultará que no solamente juntaremos al cuidado de nuestra propia utilidad la diligencia en hacer bien a nuestro prójimo, sino que incluso, subordinaremos nuestro provecho al de los demás.
Y para que no ignorásemos que ésta es la manera de administrar bien todo cuanto el Señor ha repartido con nosotros, lo recomendó antiguamente al pueblo de Israel aun en los menores beneficios que le hacía. Porque mandó que se ofreciesen las primicias de los nuevos frutos (Éx. 22, 29-30; 23,19), para que mediante ellas el pueblo testimoniase que no era lícito gozar de ninguna clase de bienes, antes de que le fueran con sagrados. Y si los dones de Dios nos son finalmente santificados cuando se los hemos ofrecido con nuestras manos, bien claro se ve que es un abuso intolerable no realizar tal dedicación. Por otra parte, sería un insensato desvarío pretender enriquecer a Dios mediante la comunicación de nuestras cosas. Y puesto que, como dice el Profeta, nuestra liberalidad no puede subir hasta Dios (Sal. 16, 3), esta liberalidad debe ejercitarse con sus servidores que viven en la tierra. Por este motivo las limosnas son comparadas a ofrendas sagradas (Heb.13, 16; 2 Cor.9, 5.12), para demostrar que son ejercicios que ahora corresponden a las antiguas observancias de la Ley.
6. NOS DEBEMOS A TODOS, INCLUSO A NUESTROS ENEMIGOS
Además de esto, a fin de que no desfallezcamos en hacer el bien – lo que de otra manera sucedería necesariamente en seguida – debemos recordar lo que luego añade el Apóstol: "el amor es sufrido, es benigno" (1 Cor. 13, 4). El Señor, sin excepción alguna, nos manda que hagamos bien a todos, aunque la mayor parte de ellos son completamente indignos de que se les haga beneficio alguno, si hubiera que juzgarlos por sus propios méritos. Pero aquí la Escritura nos presenta una excelente razón, enscn1ándonos que no debemos considerar en los hombres más que la imagen de Dios, a la cual debemos toda honra y amor; y singularmente debemos considerarla en los de "la familia de la fe" (Gál. 6, 10), en cuanto es en ellos renovada y restaurada por el Espíritu de Cristo.
Por tanto, no podemos negarnos a prestar ayuda a cualquier hombre que se nos presentare necesitado de la misma. Responderéis que es un extraño. El Señor mismo ha impreso en él una marca que nos es familiar, en virtud de la cual nos prohíbe que menospreciemos a nuestra carne (Is. 58, 7). Diréis que es un hombre despreciable y de ningún valor. El Señor demuestra que lo ha honrado con su misma imagen. Si alegáis que no tenéis obligación alguna respecto a él, Dios ha puesto a este hombre en su lugar, a fin de que reconozcamos, favoreciéndole, los grandes beneficios que su Dios nos ha otorgado. Replicaréis que este hombre no merece que nos tomemos el menor trabajo por él; pero la imagen de Dios, que en él debemos contemplar, y por consideración a la cual hemos de cuidarnos de él, sí merece que arriesguemos cuanto tenemos y a nosotros mismos. Incluso cuando él, no solamente no fuese merecedor de beneficio alguno de nuestra parte, sino que además nos hubiese colmado de injurias y nos hubiera causado todo el mal posible, ni siquiera esto es razón suficiente para dejar de amarlo y de hacerle los favores y beneficios que podamos. Y si decimos que ese hombre no merece más que daño por parte nuestra, ¿qué merece el Señor, que nos manda perdonar a este hombre todo el daño que nos ha causado, y lo considera como hecho a sí mismo? (Lc.17,  3; Mt. 6, 14; 18, 35).
En verdad no hay otro camino para conseguir amar a los que nos aborrecen, devolver bien por mal, desear toda clase de venturas a quienes hablan mal de nosotros puesto que no solamente es difícil a la naturaleza humana, sino del todo opuesto a ella, que recordar que no hemos de pensar en la malicia de los hombres, sino que hemos de considerar únicamente la imagen de Dios. Ella con su hermosura y dignidad puede conseguir disipar y borrar todos los vicios que podrían impedirnos amarlos.
7. LA VERDADERA CARIDAD PROCEDE DEL CORAZÓN.
Así pues, esta mortificación se verificará en nuestro corazón, cuando hubiéremos conseguido entera y perfecta caridad. Y la poseerá verdaderamente aquel que no sólo cumpliere todas las obligaciones de la caridad, sin omitir alguna, sino que además hiciere cuanto inspira el verdadero y sincero afecto del amor. Porque puede muy bien suceder que un hombre pague íntegramente cuanto debe a los demás, por lo que respecta al cumplimiento externo del deber; y sin embargo, esté muy lejos de cumplido como debe. Porque hay algunos que quieren ser tenidos por muy liberales, y sin embargo no dan cosa alguna sin echado en cara, o con la expresión de su cara o con alguna palabra arrogante. Y hemos llegado a tal grado de desventura en este nuestro desdichado tiempo, que casi la mayor parte de la gente no sabe hacer una limosna sin afrentar al que la recibe; perversidad intolerable, incluso entre paganos.
Ahora bien, el Señor quiere que los cristianos vayan mucho más allá que limitarse a mostrarse afables, para hacer amable con su dulzura y humanidad el beneficio que se realiza. Primeramente deben ponerse en lugar de la persona que ven necesitada de su ayuda y favor; que se conduelan de sus trabajos y necesidades, como si ellos mismos las experimentasen y padeciesen, y que se sientan movidos a remediadas con el mismo afecto de misericordia que si fuesen suyas propias. El que con tal  ánimo e intención estuviere dispuesto a ayudar a sus hermanos, no afeará su liberalidad con ninguna arrogancia o reproche, ni tendrá en menos al hermano que socorre, por encontrarse necesitado, ni querrá subyugado como si le estuviera obligado; ni más ni menos que no ofendemos a ninguno de nuestros miembros cuando están enfermos, sino que todos los demás se preocupan de su curación; ni se nos ocurre que el miembro enfermo esté particularmente obligado a los demás, a causa de la molestia que se han tomado por él. Porque, lo que los miembros se comunican entre sí no se tiene por cosa gratuita, sino como pago de lo que se debe por ley de naturaleza, y no se podría negar sin ser tachado de monstruosidad.
De este modo conseguiremos también no creernos ya libres, y que podemos desentendernos por haber cumplido alguna vez con nuestro deber, como comúnmente se suele pensar. Porque el que es rico cree que después de haber dado algo de lo que tiene puede dejar a los demás las otras cargas, como si él ya hubiera cumplido y pudiera desentenderse de ellas. Por el contrario, cada uno pensará que de todo cuanto es, de todo cuanto tiene y cuanto vale es deudor para con su prójimo; y por tanto, que no debe limitar su obligación de hacerles bien, excepto cuando ya no le fuere posible y no dispusiere de medios para ello; los cuales, hasta donde pueden alcanzar, han de someterse a esta ley de la caridad.
8. 3°. LA RENUNCIA DE NOSOTROS MISMOS RESPECTO A DIOS
Tratemos de nuevo más por extenso la otra parte de la negación de nosotros mismos, que, según dijimos, se refiere a Dios. Sería cosa superflua repetir todo cuanto hemos dicho ya. Bastará ahora con demostrar de qué manera nos lleva a ser pacientes y mansos.
DEBEMOS SOMETER A ÉL LOS AFECTOS DEL CORAZÓNEn primer lugar, mientras nosotros buscamos en esta vida la manera de vivir cómoda y tranquilamente, la Escritura siempre nos induce a que nos entreguemos, nosotros mismos y cuanto poseemos, a la voluntad de Dios, y nos pongamos en sus manos, para que Él domine y someta los afectos de nuestro corazón. Respecto a apetecer crédito y honores, a buscar dignidades, a aumentar las riquezas, a conseguir todas aquellas vanidades que nos parecen aptas para la pompa y la magnificencia, tenemos una intemperancia rabiosa y un apetito desmesurado. Por el contrario, sentimos un miedo exagerado de la pobreza, de la insignificancia y la ignominia, y las aborrecemos de corazón; y por eso procuramos todos los medios posibles de 1uir de ellas. Ésta es la razón de la inquietud que llena la mente de todos aquellos que ordenan su vida de acuerdo con su propio consejo; de las astucias de que se valen; de todos los procedimientos que cavilan y con los que se atormentan a fin de llegar a donde su ambición y avaricia los impulsa, y de esta manera escapar a la pobreza y a su humilde condición.
SÓLO LA BENDICIÓN DEBE BASTARNOS. Por eso los que temen a Dios, para no enredarse en estos lazos, guardarán las reglas que siguen: Primeramente no apetecerán ni espetarán, ni intentarán medio alguno de prosperar, sino por la sola bendición de Dios; y, en consecuencia, descansarán y confiarán con toda seguridad en ella. Porque, por más que le parezca a la carne que puede bastarse suficientemente a sí misma, cuando por su propia industria y esfuerzo aspira a los honores y las riquezas, o cuando se apoya en su propio esfuerzo, o cuando es ayudada por el favor de los hombres; sin embargo es evidente que todas estas cosas no son nada, y que de nada sirve y aprovecha nuestro ingenio, sino en la medida en que el Señor los hiciere prósperos. Por el contrario, su sola bendición hallará el camino, aun frente a todos los impedimentos del mundo, para conseguir que cuanto emprendamos tenga feliz y próspero, suceso.
Además, aun cuando pudiésemos, sin esta bendición de Dios, adquirir algunos honores y riquezas, como a diario vemos que los impíos consiguen grandes honores y bienes de fortuna, como quiera que donde está la maldición de Dios no puede haber una sola gota de felicidad, todo cuanto alcanzáremos y poseyéremos sin su bendición, no nos aprovecharía en absoluto. Y, evidentemente, sería un necio despropósito apetecer lo que nos hará más miserables.
9. LA CERTEZA DE QUE DIOS BENDICE Y HACE QUE TODO CONCURRA A NUESTRA SALVACIÓN, MODERA TODOS NUESTROS DESEOS
Por tanto, si creemos que el único medio de prosperar y de conseguir feliz éxito consiste en la sola bendición de Dios, y que sin ella nos esperan todas las miserias y calamidades, sólo queda que desconfiemos de la habilidad y diligencia de nuestro propio ingenio, que no nos apoyemos en el favor de los hombres, ni confiemos en la fortuna, ni aspiremos codiciosamente a los honores y riquezas; al contrario, que tengamos de continuo nuestros ojos puestos en Dios, a fin de que, guiados por Él, lleguemos al estado y condición que tuviere a bien concedernos. De ahí se seguirá que no procuraremos por medios ilícitos, ni con engaños, malas artes o violencias y con daño del prójimo, conseguir riquezas, ni aspirar a los honores y dignidades de los demás; sino que únicamente buscaremos las riquezas que no nos apartan de la conciencia. Porque, ¿quién puede esperar el favor de la bendición de Dios, para cometer engaños, rapiñas y otras injusticias? Como quiera que ella no ayuda más que a los limpios de corazón y a los que cuidan de hacer el bien, el hombre que la desea debe apartarse de toda maldad y mal pensamiento..
Además, ella nos servirá de freno, para que no nos abrasemos en la codicia desordenada de enriquecernos, y para que no anhelemos ambiciosamente honores y dignidades. Porque, ¿con qué desvergüenza confiará uno en que Dios le va a ayudar y asistir para conseguir lo que desea, contra su propia Palabra? ¡Lejos de Dios que lo que Él con su propia boca maldice, lo haga prosperar con la asistencia de su bendición!
Finalmente, cuando las cosas no sucedan conforme a nuestros deseos y esperanzas, esta consideración impedirá que caigamos en la impaciencia, y que maldigamos del estado y condición en que nos encontramos, por miserable que sea. Ello sería murmurar contra Dios, por cuyo arbitrio y voluntad son dispensadas las riquezas y la pobreza, las humillaciones y los honores.
En suma, todo aquel que descansare en la bendición de Dios, según se ha expuesto, no aspirará por malos medios ni por malas artes a ninguna de cuantas cosas suelen los hombres apetecer desenfrenadamente, ya que tales medios no le servirían de nada.
Si alguna cosa le sucediera felizmente, no la atribuirá a sí mismo, a su diligencia, habilidad y buena fortuna, sino que reconocerá a Dios como autor y a Él se lo agradecerá.
Por otra parte, si ve que otros florecen, que sus negocios van de bien en mejor, y en cambio sus propios asuntos no prosperan, o incluso van a menos, no por ello dejará de sobrellevar pacientemente su pobreza, y con más moderación que lo haría un infiel que no consiguiera las riquezas que deseaba. Porque el creyente tendría un motivo de consuelo, mayor que el que pudiera ofrecerle toda la abundancia y el poder del mundo reunidos, al considerar que Dios ordena y dirige las cosas del modo que conviene a su salvación. Y así vemos que David, penetrado de este sentimiento, mientras sigue a Dios y se deja dirigir por El, afirma que es “como un niño destetado de su madre”, y que no ha andado “en grandezas ni en cosas demasiado sublimes” (Sal. 131, 2. 1). 
10. LA ABNEGACIÓN NOS PERMITE ACEPTAR TODAS LAS PRUEBAS
Más, no solamente conviene que los fieles guarden esta moderación y paciencia respecto a esta materia, sino que es necesario que la hagan extensiva a todos los acontecimientos que pueden presentarse en esta vida. Por ello, nadie ha renunciado a si mismo como debe, sino el que tan totalmente se ha puesto en las manos del Señor, que voluntariamente consiente en que toda su vida sea gobernada por la voluntad y el beneplácito de Dios. Quien esté animado de esta disposición, suceda lo que suceda y vayan las cosas como fueren, jamás se considerará desventurado, ni se quejará contra Dios de su suerte y fortuna. 
Cuán necesario sea este sentimiento, se ye claro considerando a cuántas cosas estamos expuestos. Mil clases de enfermedades nos molestan a diario. Ora nos persigue la peste, ora la guerra; ya el granizo y las heladas nos traen la esterilidad, y con ella la amenaza de la necesidad; bien la muerte nos arrebata a la mujer, los padres, los hijos, los parientes; otras veces el fuego nos deja sin hogar. Estas cosas hacen que el hombre maldiga la vida, que deteste el día en que nació, que aborrezca el cielo y su claridad, que murmure contra Dios y, conforme a su elocuencia en blasfemar, le acuse de inicuo y cruel. 
Por el contrario, el hombre fiel contempla, aun en estas cosas, la clemencia de Dios y ye en ellas un regalo verdaderamente paternal. Aunque vea su casa desolada por la muerte de sus parientes, no por eso dejará de bendecir al Señor; más bien se hará la consideración de que la gracia del Señor que habita en su casa, no la dejará desolada. Sea que vea sus cosechas destruidas por las heladas o por el granizo, y con ello la amenaza del hambre, aun así no desfallecerá ni se quejará contra Dios; más bien permanecerá firme en su confianza, diciendo: A pesar de todo estamos bajo la protección del Señor y somos ovejas apacentadas en sus pastos (Sal. 79, 12); El nos dará el sustento preciso, por extrema que sea la necesidad. Sea que le oprima la enfermedad, tampoco la vehemencia del dolor quebrantará su voluntad, hasta llevarle a la desesperación y a quejarse por ello de Dios; .sino que viendo su justicia y benignidad en el castigo que le envía, se esforzará por tener paciencia. En fin, cualquier cosa que le aconteciere sabe que así ha sido ordenada por la mano de Dios, y la recibirá con el corazón en paz, sin resistir obstinadamente al mandamiento de Aquel en cuyas manos se puso una vez a si mismo y cuanto tenía. 
No quiera Dios que se apodere del cristiano aquella loca e infeliz manera de consolarse de los gentiles que, para sufrir con buen ánimo las adversidades, las atribulan a la fortuna, pareciéndoles una locura enojarse contra ella, por ser ciega y caprichosa, y que sin distinción alguna hería tanto a buenos como a malos. Por el contrario, la regla del temor de Dios nos dicta que sólo la mano de Dios es quien dirige y modera lo que llamamos buena o mala fortuna; y que Su mano no actúa por un impulso irracional, sino que de acuerdo con una justicia perfectamente ordenada dispensa tanto el bien como el mal. 

CAPÍTULO III

SUFRIR PACIENTEMENTE LA CRUZ ES UNA PARTE DE LA NEGACION DE NOSOTROS MISMOS

1. 1°. NECESIDAD DE LA CRUZ. TODO CRISTIANO DEBE LLEVAR SU CRUZ EN UNIÓN DEL SEÑOR
Es necesario además, que el entendimiento del hombre fiel se eleve más alto aún, hasta donde Cristo invita a sus discípulos a que cada uno lleve su cruz (Mt. 16,24). Porque todos aquellos a quienes el Señor ha adoptado y recibido en el número de sus hijos, deben prepararse a una vida dura, trabajosa, y llena de toda clase de males. Porque la voluntad del Padre es ejercitar de esta manera a los suyos, para ponerlos a prueba. Así se conduce con todos, comenzando por Jesucristo, su primogénito. Porque, aunque era su Hijo muy amado, en quien tenla toda su complacencia (Mt.3,l7; 17,5), vemos que no le trató con miramientos ni regalo; de modo que con toda verdad se puede decir que no solamente paso toda su vida en una perpetua cruz y aflicción, sino que toda ella no fue sino una especie de cruz continua. El Apóstol nos da la razón, al decir que convino que por lo que padeció aprendiese obediencia (Heb. 5,8). ¿Cómo, pues, nos eximiremos a nosotros mismos de la condición y suerte a la que Cristo, nuestra Cabeza, tuvo necesariamente que someterse, principalmente cuando El se sometió por causa nuestra, para dejarnos en sí mismo un dechado de paciencia? Por esto el Apóstol enseña que Dios ha señalado como meta de todos sus hijos el ser semejantes a Cristo (Rom. 8,29). 
De aquí procede el singular consuelo de que al sufrir nosotros cosas duras y difíciles, que suelen llamarse adversas y malas, comuniquemos con la cruz de Cristo; y así como El entró en su gloria celestial a través de un laberinto interminable de males, de la misma manera lleguemos nosotros a ella a través de numerosas tribulaciones (Hch. 14,22). Y el mismo Apóstol habla en otro lugar de esta manera: que cuando aprendemos a participar de las aflicciones de Cristo, aprendemos juntamente la potencia de su resurrección; y que cuando somos hechos semejantes a su muerte, nos preparamos de este modo para hacerle compañía en su gloriosa eternidad (Flp. 3, 10). ¡Cuán grande eficacia tiene para mitigar toda la amargura de la cruz saber que cuanto, mayores son las adversidades de que nos vemos afligidos, tanto más firme es la certeza de nuestra comunión con Cristo, mediante la cual las mismas aflicciones se convierten en bendición y nos ayudan lo indecible a adelantar en nuestra salvación!
2. POR LA CRUZ NOS SITUAMOS PLENAMENTE EN LA GRACIA DE DIOS
Además, nuestro Señor Jesucristo no tuvo necesidad alguna de llevar fa cruz y de padecer tribulaciones, sino para demostrar su obediencia al Padre; en cambio a nosotros nos es muy necesario por una multitud de razones vivir en una perpetua cruz. 
Primeramente, como quiera que estamos tan inclinados, en virtud de nuestra misma naturaleza, a ensalzarnos y atribuirnos la gloria a nosotros mismos, si no se nos muestra de manera irrefutable nuestra debilidad, fácilmente tenemos nuestra fortaleza en mucha mayor estima de la debida, y no dudamos, suceda lo que suceda, de que nuestra carne ha de permanecer invencible e integra frente a todas las dificultades. Y de ahí procede la necia y yana confianza en la carne, apoyados en la cual nos dejamos llevar del orgullo frente a Dios, como si nuestras facultades nos bastasen sin su gracia. 
El mejor medio de que puede servirse El para abatir esta nuestra arrogancia es demostrarnos palpablemente cuánta es nuestra fragilidad y debilidad. Y por eso nos aflige con afrentas, con la pobreza, con la pérdida de parientes y amigos, con enfermedades y otros males, bajo cuyos golpes al momento desfallecemos; por lo que a nosotros respecta, porque carecemos de fuerza para sufrirlos. Al vernos de esta manera abatidos, aprendemos a implorar su virtud y potencia, Única capaz de mantenernos firmes y de hacer que no sucumbamos bajo el peso de las aflicciones.
Aun los más santos, aunque comprenden que se mantienen en pie por la gracia de Dios y no por sus propias fuerzas, sin embargo confían mucho más de lo conveniente en su fortaleza y constancia, si no fuera porque el Señor, probándolos con su cruz, los induce a un conocimiento más profundo de si mismos. Y así como ellos se adulaban, cuando todas las cosas les iban bien, concibiendo una opinión de grande constancia y paciencia, después, al verse agitados por las tribulaciones, se dan cuenta de que todo ello no era sino hipocresía.
Esta presunción asaltó al mismo David, como él mismo lo confiesa: 
“En mi prosperidad dije yo: No seré jamás conmovido, porque tú, Jehová, con tu favor me afirmaste como un monte fuerte. Escondiste tu rostro, fui conturbado” (Sal. 30,6-7). Confiesa que sus sentidos quedaron como atontados por la prosperidad, hasta el punto de no hacer caso alguno de la gracia de Dios, de la cual debía estar pendiente, y confiar en si mismo, prometiéndose una tranquilidad permanente. Si tal cosa aconteció a tan gran profeta como David, ¿quién de nosotros no temerá y estará vigilante? 
He ahí cómo los santos, advertidos de su debilidad con tales experiencias, aprovechan en la humildad, para despojarse de la indebida confianza en su carne, y acogerse a la gracia de Dios. Y cuando se han acogido a ella, experimentan y sienten la presencia de su virtud divina, en la cual encuentran suficiente fortaleza. 
3. 2°. UTILIDAD DE NUESTRA CRUZ, A. ENGENDRA LA HUMILDAD Y LA ESPERANZA
Esto es lo que san Pablo enseña diciendo que “las tribulación engendra la paciencia, y la paciencia prueba” (Rom. 5,3-4). Porque al prometer el Señor a sus fieles que les asistirá en las tribulaciones, ellos experimentan la verdad de su promesa, cuando fortalecidos con su mano perseveran en la paciencia; lo cual de ningún modo podrían hacer con sus fuerzas. Y así la paciencia sirve a los santos de prueba de que Dios les da verdaderamente el socorro que les ha prometido, cuando lo necesitan. Con ello se confirma su esperanza, porque sería excesiva ingratitud no esperar en lo porvenir las verdaderas promesas de Dios, de cuya constancia y firmeza ya tienen experiencia. 
Vemos, pues, cuántos bienes surgen de la cruz como de golpe. Ella destruye en nosotros la falsa opinión que naturalmente concebimos de nuestra propia virtud, descubre la hipocresía que nos engañaba con sus adulaciones, arroja de nosotros la confianza y presunción de la carne, que tan nociva nos era, y después de humillarnos de esta manera, nos enseña a poner toda nuestra confianza solamente en Dios, quien, como verdadero fundamento nuestro, no deja que nos veamos oprimidos ni desfallezcamos. De esta victoria se sigue la esperanza, en cuanto que el Señor, al cumplir sus promesas, establece su verdad para el futuro. 
Ciertamente, aunque no hubiese más razones que éstas, claramente se ve cuán necesario nos es el ejercicio de la cruz. Porque no es cosa de poca importancia que el ciego amor de nosotros mismos sea desarraigado de nuestro corazón, y así reconozcamos nuestra propia debilidad; y que la sintamos, para aprender a desconfiar de nosotros mismos, y así poner toda nuestra confianza en Dios, apoyándonos con todo el corazón en Él para que fiados en su favor perseveremos victoriosos hasta el fin; y perseveremos en su gracia, para comprender que es fiel en sus promesas; y tengamos como ciertas estas promesas, para que con ello se confirme nuestra esperanza. 
4. B. LA CRUZ NOS EJERCITA POR LA PACIENCIA Y LA OBEDIENCIA
El Señor persigue aún otro fin al afligir a los suyos, a saber, probar su paciencia y enseñarles a ser obedientes. No que puedan darle otra obediencia sino la que El les ha concedido; pero quiere mostrar de esta manera con admirables testimonios las gracias e ilustres dones que ha otorgado a sus fieles, para que no permanezcan ociosos y como arrinconados. Por eso cuando hace pública la virtud y constancia de que ha dotado a sus servidores, se dice que prueba su paciencia. De ahí expresiones como que tentó Dios a Abraham; y que probó su piedad, porque no rehusó sacrificarle su propio y único hijo (Gn. 22, 1-12), Por esto san Pedro enseña que nuestra fe no es menos probada por la tribulación, que el oro lo es por el fuego en el horno (1 Pe. 1,7). 
¿Y quién se atreverá a decir que no conviene que un don tan excelente como el de la paciencia, lo comunique el Señor a los suyos, y sea ejercitado y salga a luz para que a todos se haga evidente y notorio? De otra manera jamás los hombres lo tendrían en la estima y aprecio que se merece. Y si Dios tiene justa razón para dar materia y ocasión de ejercitar las virtudes de que ha dotado a los suyos, a fin de que no permanezcan arrinconadas y se pierdan sin provecho alguno, vemos que no sin motivo les envía las aflicciones, sin las cuales la paciencia de ellos seria de ningún valor. 
Afirmo también que con la cruz son enseñados a obedecer; porque de este modo aprenden a vivir, no conforme a su capricho, sino de acuerdo con la voluntad de Dios. Evidentemente, si todas las cosas les sucedieran a su gusto, no sabrían lo que es seguir a Dios. Y Séneca, filósofo pagano, afirma que ya antiguamente, cuando se quería exhortar a otro a que sufriese pacientemente las adversidades, era proverbial decirle: Es menester seguir a Dios; queriendo decir que el hombre de veras se somete al yugo de Dios, cuando se deja castigar, y voluntariamente presenta la espalda a los azotes. Y si es cosa justísima que obedezcamos en todo a nuestro Padre celestial, no debemos negarnos a que nos acostumbre por todos los medios posibles a obedecerle. 
5. C. ES UN REMEDIO EN VISTA DE LA SALVACIÓN, CONTRA LA INTEMPERANCIA DE LA CARNE
Sin embargo, no comprenderíamos aún cuán necesaria nos es esta obediencia, si no consideramos a la vez cuán grande es la intemperancia de nuestra carne para arrojar de nosotros el yugo del Señor, tan pronto como se ve tratada con un poco más de delicadeza y regalo. Le acontece lo mismo que a los caballos briosos y obstinados, que después de que los han tenido en las caballerizas ociosos ,y bien cuidados, se hacen tan bravos y tan feroces que no los pueden domar, ni consienten que nadie los monte, cuando antes se dejaban fácilmente dominar. La queja del Señor respecto al pueblo de Israel, se ve perpetuamente en nosotros: que habiendo engordado damos coces contra el Señor que nos ha mantenido y sustentado (Dt. 32, 15). La liberalidad y la magnificencia de Dios debería inducirnos a considerar y amar su bondad; pero es tan grande nuestra maldad, que en vez de ello nos pervertimos continuamente con su dulzura y trato amoroso; por eso es necesario que nos tire de las riendas, para de esta manera mantenernos en la disciplina, no sea que nos desboquemos y lleguemos a perder del todo el respeto debido. 
Por esta razón, para que no nos hagamos más orgullosos con la excesiva abundancia de riquezas, para que no nos ensoberbezcamos con los honores y dignidades, y para que los demás bienes del alma, del cuerpo y de la fortuna — como suelen llamarlos — no nos engrían, el Señor nos sale al paso dominando y refrenando con el remedio de la cruz la insolencia de nuestra carne. Y esto lo verifica de muchas maneras, según Él ve que es más conveniente para cada uno de nosotros. Porque unos no están tan enfermos como los otros; ni tampoco todos padecemos la misma enfermedad; y por eso es menester que no seamos curados de la misma manera. Ésta es la razón de por qué el Señor con unos emplea un género de cruces, y otro con otros. Y como nuestro médico celestial quiere curar a todos, con unos usa medicinas más suaves, y a otros los cura con remedios más ásperos; pero no exceptúa a nadie, pues sabe que todos están enfermos. 
6. D. POR LA CRUZ DIOS CORRIGE NUESTRAS FALTAS Y NOS RETIENE EN LA OBEDIENCIA
Además nuestro clementísimo Padre no solamente tiene necesidad de prevenir nuestra enfermedad, sino que también muchas veces ha de corregir nuestras Caltas pasadas, para mantenernos en la verdadera obediencia. Por eso siempre que nos vemos afligidos, siempre que nos sobreviene alguna nueva calamidad, debemos recordar en seguida nuestra vida pasada. De esa manera veremos sin duda que hemos cometido algo que merece ser castigado; aunque la verdad es que el conocimiento del pecado no debe ser la fuente principal para inducirnos a ser pacientes. La Escritura nos pone en las manos otra consideración sin comparación más excelente, al decir que “somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Cor. 11,32). 
E. TODA CRUZ NOS ATESTIGUA EL INMUTABLE AMOR DE DIOS. Debemos, por tanto, reconocer la clemencia de nuestro Padre para con nosotros, aun en la misma amargura de las tribulaciones, pues incluso entonces Él no deja de preocuparse por nuestra salvación. Porque Él nos aflige, no para destruirnos, sino más bien para librarnos de la condenación de este mundo. Esta consideración nos llevará a lo que la misma Escritura dice en otro lugar: “No menosprecies, hijo mío, el castigo de Jehová, ni te fatigues de su corrección; porque Jehová al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere” (Prov. 3, 11-12). Al oír que los castigos de Dios son castigos de padre, ¿no debemos mostrarnos hijos obedientes y dóciles, en vez de imitar con nuestra resistencia a los desesperados, los cuales se han endurecido en sus malas obras? Perderíamos al Señor, si cuando faltamos, Él no nos atrajese a si con sus correcciones. Por eso con toda razón dice que somos hijos bastardos y no legítimos, si vivimos sin disciplina (Heb. 12,8). Somos, pues, muy perversos si cuando nos muestra su buena voluntad y el gran cuidado que se toma por nosotros, no lo queremos soportar. 
La Escritura enseña que la diferencia entre los fieles y los infieles está en que éstos, como los antiguos esclavos de perversa naturaleza, no hacen sino empeorar con iris azotes; en cambio los fieles, como hijos nobles, bien nacidos y educados, aprovechan para enmendarse. Escoged, pues, ahora a qué número deseáis pertenecer. Pero como ya he tratado en otro lugar de esto, me contentaré solamente con lo que he expuesto.
7. 3º. LA CONSOLACIÓN DE SER PERSEGUIDO POR CAUSA DE LA JUSTICIA
Sin embargo es un gran consuelo padecer persecución por la justicia. Entonces debemos acordarnos del honor que nos hace el Señor al conferirnos las insignias de los que pelean bajo su bandera. 
Llamo padecer persecución por la justicia no solamente a la que se padece por el Evangelio, sino también a la que se sufre por mantener cualquier otra causa justa. Sea por mantener la verdad de Dios contra las mentiras de Satanás, o por tomar la defensa de los buenos y de los inocentes contra los malos y perversos, para que no sean víctima de ninguna injusticia, en cualquier caso incurriremos en el odio e indignación del mundo, por lo que pondremos en peligro nuestra vida, nuestros bienes o nuestro honor. No llevemos a mal, ni nos juzguemos desgraciados por llegar hasta ese extremo en el servicio del Señor, puesto que Él mismo ha declarado que somos bienaventurados (Mt. 5, 10). 
Es verdad que la pobreza en sí misma considerada es una miseria; y lo mismo el destierro, los menosprecios, la cárcel, las afrentas; y, finalmente, la muerte es la suprema desgracia. Pero cuando se nos muestra el favor de Dios, no hay ninguna de estas cosas que no se convierta en un gran bien y en nuestra felicidad. 
Prefiramos, pues, el testimonio de Cristo a una falsa opinión de nuestra carne. De esta manera nosotros, a ejemplo de los apóstoles, nos sentiremos gozosos “de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre (de Cristo)” (Hch. 5,41). Si siendo inocentes y teniendo la conciencia tranquila, somos despojados de nuestros bienes y de nuestra hacienda por la perversidad de los impíos, aunque ante los ojos de los hombres somos reducidos a la pobreza, ante Dios nuestras riquezas aumentan en el cielo. Si somos arrojados de nuestra casa y desterrados de nuestra patria, tanto más somos admitidos en la familia del Señor, nuestro Dios. Si nos acosan y menosprecian, tanto más echamos raíces en Cristo. Si nos afrentan y nos injurian, tanto más somos ensalzados en el reino de Dios. Si nos dan muerte, de este modo se nos abre la puerta para entrar en la vida bienaventurada. Avergoncémonos, pues, de no estimar lo que el Señor tiene en tanto, como si fuera inferior a los vanos deleites de la vida presente, que al momento se esfuman como el humo.
8. LA CONSOLACIÓN ESPIRITUAL SUPERA TODA TRISTEZA Y DOLOR
Y ya que la Escritura nos consuela suficientemente con todas estas exhortaciones en las afrentas y calamidades que padecemos, seríamos muy ingratos si no las aceptáramos voluntariamente y de buen ánimo de la mano del Señor. Especialmente porque esta clase de cruz es particularmente propia de los fieles, y por ella quiere Cristo ser glorificado en ellos, como dice san Pedro (1 Pe.4, 13-14). Mas como resulta a todo espíritu elevado y digno más grave y duro sufrir una injuria que padecer mil muertes, expresamente nos avisa san Pablo de que, no solamente nos están preparadas persecuciones, sino también afrentas, por tener nuestra esperanza puesta en el Dios vivo (1 Tim. 4, 10). Y en otro lugar nos manda que, a su ejemplo, caminemos “por mala fama y por buena fama” (2 Cor. 6, 8). 
Tampoco se nos exige una alegría que suprima en nosotros todo sentimiento de amargura y de dolor; de otra manera, la paciencia que los santos tienen en la cruz no tendría valor alguno si no les atormentase el dolor, y no experimentasen angustia ante las persecuciones. Si la pobreza no fuese áspera y molesta, si no sintiesen dolor alguno en la enfermedad, si no les punzasen las afrentas, si la muerte no les causara horror alguno, ¿qué fortaleza o moderación habría en menospreciar todas estas cosas y no hacer caso alguno de ellas? Pero sÍ cada una esconde dentro de si Cierta amargura, con la que naturalmente punza nuestro corazón, entonces se muestra la fortaleza del fiel, que al verse tentado por semejante amargura, por más que sufra intensamente, resistiendo varonilmente acaba por vencer, En esto se muestra la paciencia, pues al verse estimulado por ese sentimiento, no obstante se refrena con el temor de Dios, para no consentir en ningún exceso. En esto se ve su alegría, pues herido por la tristeza y el dolor, a pesar de ello se tranquiliza con el consuelo espiritual de Dios. 
9. 4. EL CRISTIANO BAJO LA CRUZ NO ES UN ESTOICO
Este combate que los fieles sostienen contra el sentimiento natural del dolor, mientras se ejercitan en la paciencia y en la moderación, lo describe admirablemente el Apóstol: “Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos” (2 Cor. 4, 8-9). 
Vemos aquí cómo sufrir la cruz con paciencia no es volverse insensible. ni carecer de dolor alguno; como los estoicos antiguamente describieron, sin razón, como hombre magnánimo al que, despojado de su humanidad, no se sintiera conmovido por la adversidad más que por la prosperidad, ni por las cosas tristes más que por las alegres; o por mejor decir, que nada le conmoviera, como si fuese una piedra. ¿De qué Les sirvió esta sabiduría tan sublime? Realmente pintaron una imagen de la paciencia, cual jamás se vio ni puede ser encontrada entre los hombres. Más bien, persiguiendo una paciencia tan perfecta, privaron a los hombres de ella. 
También hoy en día existen entre los cristianos nuevos estoicos, que reputan por falta grave, no solamente gemir y llorar, sino incluso entristecerse y estar acongojado. Estas extrañas opiniones proceden casi siempre de gentes ociosas, que más bien se ejercitan en especular que en poner las ideas en práctica, y no son capaces más que de producir fantasías. 
EL EJEMPLO DE CRISTO. Por lo que a nosotros respecta, nada tenemos que ver con esta rigurosa filosofía, condenada por nuestro Señor y Maestro, no solamente con su palabra, sino también con su ejemplo. Porque Él gimió y lloró por sus propios dolores y por los de los demás. Y no enseñó otra cosa a sus discípulos, sino esto mismo. “Vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará” (Jn. 16,20). Y para que nadie atribuyese esto a defecto, Él mismo declara: “Bienaventurados los que lloran” (Mt. 5,4). No hay por qué maravillarse de esto; porque si se condena toda clase de lágrimas, ¿qué juzgaremos de nuestro Señor, de cuyo cuerpo brotaron lágrimas de sangre (Lc. 22,44)? Si hubiésemos de tener como infidelidad todo género de temor, ¿qué decir de aquel horror que se apoderó del mismo Señor? Si no es admisible ninguna clase de tristeza, ¿cómo aprobar lo que Él confiesa al manifestar: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mt. 26,38)? 
10. PACIENCIA Y CONSTANCIA CRISTIANAS. GOZOSO CONSENTIMIENTO A LA VOLUNTAD DE DIOS
He querido decir estas cosas para apartar a los espíritus piadosos de la desesperación y que no abandonen el ejercicio de la paciencia, por ver que no pueden desnudarse del afecto y pasión natural del dolor. Esto es imposible que no acontezca a todos aquellos que convierten la paciencia en insensibilidad, y confunden un hombre fuerte y constante con un tronco. La Escritura alaba la tolerancia y la paciencia en los santos, cuando de tal manera se ven afligidos con la dureza de las adversidades, que no desmayan ni desfallecen; cuando de tal manera los atormenta la amargura, que no obstante disfrutan a la vez de un gozo espiritual: cuando la angustia los oprime de tal forma que, a pesar de ello, no dejan de respirar, alegres por la consolación divina. La repugnancia se apodera de sus corazones, porque el sentimiento de la naturaleza huye y siente horror de todo aquello que le es contrario; pero de otro lado, el temor de Dios, incluso a través de estas dificultades, los impulsa a obedecer a la voluntad de Dios. 
Esta repugnancia y contradicción la dio a entender el Señor, cuando habló así a Pedro: “Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras” (Jn. 21, 18). No es de creer que Pedro, que había de glorificar a Dios con su muerte, se haya visto abocado a ello a la fuerza y contra su voluntad. De ser así, no se alabaría tanto su martirio. Sin embargo, por más que obedeciese con un corazón alegre y libremente a lo que Dios le ordenaba, como aún no se había despojado de su humanidad, se encontraba como dividido en dos voluntades. Porque cuando él consideraba en si mismo aquella muerte cruel que había de padecer, lleno de horror sentía naturalmente el deseo de escapar de ella. Por otra parte, como quiera que era la voluntad de Dios lo que le llamaba a este género de muerte, superando y poniendo bajo sus pies el temor voluntariamente y lleno de alegría se ofrecía a ello. 
Debemos, pues, procurar, si deseamos ser discípulos de Cristo, que nuestro corazón esté lleno de tal obediencia y reverencia de Dios, que sea suficiente para dominar y subyugar todos los afectos contrarios a Él. Así, en cualquier tribulación en que nos encontremos, aunque sea en la mayor angustia del mundo, no dejaremos a pesar de todo de mantenernos dentro de la paciencia. Las adversidades siempre nos resultarán ásperas y dolorosas. Así, cuando la enfermedad nos aflija, gemiremos y nos inquietaremos y desearemos estar sanos; cuando nos oprimiere la necesidad, sentiremos el aguijón de la angustia y la tristeza; la infamia, el menosprecio y las injurias apenarán nuestro corazón; al morir nuestros parientes y amigos lloraremos, como es ley de la naturaleza. Pero siempre vendremos a parar a esta conclusión: Dios lo ha querido así; sigamos, pues, su voluntad. Más aún, es necesario que este pensamiento penetre en las mismas punzadas del dolor, en los gemidos y las lágrimas, e incline y mueva nuestro corazón a sufrir alegremente todas aquellas cosas que de esa manera lo entristecen. 
11. DIFERENCIA ENTRE LA PACIENCIA CRISTIANA Y LA DE LOS FILÓSOFOS
Más como hemos asentado que la causa principal para soportar y llevar la cruz es la consideración de la voluntad divina, es preciso exponer la diferencia entre la paciencia cristiana y la paciencia filosófica. 
Es evidente que fueron muy pocos los filósofos que se remontaron hasta comprender que los hombres son probados por la mano de Dios con aflicciones, y que, en consecuencia, estaban obligados a obedecerle respecto a ello. Y aun los que llegaron a ello no dan otra razón, sino que así era necesario. Ahora bien, ¿qué significa esto, sino que debemos ceder a Dios, puesto que sería inútil resistirle? Pero si obedecemos a Dios solamente porque no hay más remedio y no es posible otra cosa, si pudiéramos evitarlo, no le obedeceríamos. Por eso la Escritura nos manda que consideremos en la voluntad de Dios otra cosa muy distinta; a saber, primeramente su justicia y equidad, y luego el cuidado que tiene de nuestra salvación 
De ahí que las exhortaciones cristianas son como siguen: ya sea que nos atormente la pobreza, el destierro, la cárcel, la ignominia, la enfermedad, la pérdida de los parientes y amigos, o cualquier otra cosa, debemos pensar que ninguna de estas cosas nos acontece, si no es por disposición y providencia de Dios. Además de esto, que Dios no hace cosa alguna sin un orden y acierto admirable. ¡Como si los innumerables pecados que a cada momento cometemos no merecieran ser castigados mucho más severamente y con castigos mucho más rigurosos que los que su clemencia nos envía! ¡Como si no fuera perfectamente razonable que nuestra carne sea dominada y sometida bajo el yugo, para que no se extravíe en la concupiscencia conforme a su impulso natural! ¡Como si no merecieran la justicia y la verdad de Dios, que padezcamos por ellas! Y si la justicia de Dios resplandece luminosamente en todas nuestras aflicciones, no podemos murmurar o rebelamos contra ella sin caer en una gran iniquidad. 
Aquí no oímos ya aquella fría canción de los filósofos: es necesario obedecer, porque no podemos hacer otra cosa. Lo que oímos es una disposición viva y eficaz: debemos obedecer, porque resistir es una gran impiedad; debemos sufrir con paciencia, porque la impaciencia es una obstinada rebeldía contra la justicia de Dios. 
Además, como no amamos de veras sino lo que sabemos que es bueno y agradable, también en este aspecto nos consuela nuestro Padre misericordioso, diciéndonos que al afligimos con la cruz piensa y mira por nuestra salvación. Si comprendemos que las tribulaciones nos son saludables, ¿por qué no aceptarlas con una disposición de ánimo serena y sosegada? Al sufrirlas pacientemente no nos sometemos a la necesidad; antes bien procuramos nuestro bien. 
Estas consideraciones hacen que cuanto más metido se ve nuestro corazón en la cruz con el sentimiento natural del dolor y la amargura, tanto más se ensancha por el gozo y la alegría espiritual. De ahí se sigue también la acción de gracias, que no puede estar sin el gozo. Por tanto, si la alabanza del Señor y la acción de gracias sólo pueden proceder de un corazón alegre y contento, y nada en el mundo puede ser obstáculo a ellas, es evidente cuán necesario resulta templar la amargura de la cruz con el gozo y la alegría espirituales. 

CAPÍTULO IV

LA MEDITACIÓN DE LA VIDA FUTURA

1. PARA QUE ASPIREMOS A LA VIDA FUTURA, EL SEÑOR NOS CONVENCE DE LA VANIDAD DE LA VIDA PRESENTE
Por tanto, sea cual sea el género de tribulación que nos aflija, siempre debemos tener presente este fin: acostumbrarnos a menospreciar esta vida presente, y de esta manera incitarnos a meditar en la vida futura. Porque como el Señor sabe muy bien hasta qué punto estamos naturalmente inclinados a amar este mundo con un amor ciego y brutal, aplica un medio aptísimo para apartarnos de él y despertar nuestra pereza, a fin de que no nos apeguemos excesivamente a este amor. 
Ciertamente no hay nadie entre nosotros que no desee ser tenido por hombre que durante toda su vida suspira, anhela y se esfuerza en conseguir la inmortalidad celestial. Porque nos avergonzarnos de no superar en nada a los animales brutos, cuyo estado y condición en nada sería de menor valor que el nuestro, si no nos quedase la esperanza de una vida inmarcesible después de la muerte. Más, si nos ponemos a examinar los propósitos, las empresas, los actos y obras de cada uno de nosotros, no veremos en todo ello más que tierra. Y esta necedad proviene de que nuestro entendimiento se ciega con el falaz resplandor de las riquezas, el poder y los honores, que le impiden ver más allá. Asimismo el corazón, lleno de avaricia, de ambición y otros deseos, se apega a ellos y no puede mirar más alto. Finalmente, toda nuestra alma enredada y entretenida por los halagos y deleites de la carne busca su felicidad en la tierra. 
El Señor, para salir al paso a este mal, muestra a los suyos la vanidad de la vida presente, probándolos de continuo con diversas tribulaciones. Para que no se prometan en este mundo larga paz y reposo, permite que muchas veces se vean atormentados y acosados por guerras, tumultos, robos y otras molestias y trabajos. Para que no se les vayan los ojos tras de las riquezas caducas y vanas los hace pobres, ya mediante el destierro, o con la esterilidad de La tierra, con el fuego y otros medios; o bien los mantiene en la mediocridad. Para que no se entreguen excesivamente a los placeres conyugales, les da mujeres rudas o testarudas que los atormenten; o los humilla, dándoles hijos desobedientes y malos, o les quita ambas cosas. Y Si los trata benignamente en todas estas cosas, para que no se Llenen de vanagloria, o confíen excesivamente en sí mismos, les advierte con enfermedades y peligros, y les pone ante los ojos cuan inestables, caducos y vanos son todos los bienes que están sometidos a mutación. 
Por tanto, aprovecharemos mucho en la disciplina de la cruz, si comprendemos que esta vida, considerada en si misma, está llena de inquietud, de perturbaciones, y de toda clase de tribulaciones y calamidades, y que por cualquier lado que la consideremos no hay en ella felicidad; que todos sus bienes son inciertos, transitorios, vanos y mezclados de muchos males y sinsabores. Y así concluimos que aquí en la tierra no debemos buscar ni esperar más que lucha; y que debemos levantar los ojos al cielo cuando se trata de conseguir la victoria y la corona. Porque es completamente cierto que jamás nuestro corazón se moverá a meditar en la vida futura y desearla, sin que antes haya aprendido a menospreciar esta vida presente. 
2. PARA QUE NO AMEMOS EXCESIVAMENTE ESTA TIERRA, EL SEÑOR NOS HACE LLEVAR AQUÍ NUESTRA CRUZ
Porque entre estas dos cosas no hay medio posible; o no hacemos caso en absoluto de los bienes del mundo, o por fuerza estaremos ligados a ellos por un amor desordenado. Por ello, Si tenemos en algo la eternidad, hemos de procurar con toda diligencia desprendernos de tales lazos. Y como esta vida posee numerosos halagos para seducirnos y tiene gran apariencia de amenidad, gracia y suavidad, es preciso que una y otra vez nos veamos apartados de ella, para no ser fascinados por tales halagos y lisonjas. Porque, ¿qué sucedería si gozásemos aquí de una felicidad perenne y todo sucediese conforme a nuestros deseos, cuando incluso zaheridos con tantos estímulos y tantos males, apenas somos capaces de reconocer la miseria de esta vida? No solamente los sabios y doctos comprenden que la vida del hombre es como humo, o como una sombra, sino que esto es tan corriente incluso entre el vulgo y la gente ordinaria, que ya es proverbio común. Viendo que era algo muy necesario de saberse, lo han celebrado con dichos y sentencias famosas. 
Sin embargo, apenas hay en el mundo una cosa en la que menos pensemos y de la que menos nos acordemos. Todo cuanto emprendemos lo hacemos como si fuéramos inmortales en este mundo. Si vemos que llevan a alguien a enterrar, o pasamos junto a un cementerio, como entonces se nos pone ante los ojos la imagen de la muerte, hay que admitir que filosofamos admirablemente sobre la vanidad de la vida presente. Aunque ni aun esto lo hacemos siempre; porque la mayoría de las veces estas cosas nos dejan insensibles; pero cuando acaso nos conmueven, nuestra filosofía no dura más que un momento; apenas volvemos la espalda se desvanece, sin dejar en pos de si la menor huella en nuestra memoria; y al fin, se olvida, ni más ni menos que el aplauso de una farsa que agradó al público. Olvidados, no solo de la muerte, sino hasta de nuestra mortal condición, como Si jamás hubiésemos oído hablar de tal cosa, recobramos una firme confianza en nuestra inmortalidad terrena. Y si alguno nos trae a la memoria aquel dicho: que el hombre es un animal efímero, admitimos que es así; pero lo confesamos tan sin consideración ni atención, que la imaginación de perennidad permanece a pesar de todo arraigada en nuestros corazones. 
Por tanto, ¿quién negará que es una cosa muy necesaria para todos, no que seamos amonestados de palabra, sino convencidos con todas las pruebas y experiencias posibles de lo miserable que es el estado y condición de la vida futura. presente, puesto que aun convencidos de ello, apenas si dejamos de admirarla y sentirnos estupefactos, como si contuviese la suma de la felicidad? Y si es necesario que Dios nos instruya, también será deber nuestro escucharle cuando nos llama y sacude nuestra pereza, para que menospreciemos de veras el mundo, y nos dediquemos con todo el corazón a meditar en la vida futura. 
3. SIN EMBARGO, NO DEBEMOS ABORRECER ESTA VIDA, QUE LLEVA Y ANUNCIA LAS SEÑALES DE LA BONDAD DE DIOS
No obstante, el menosprecio de esta vida, que han de esforzarse por adquirir los fieles, no ha de engendrar odio a la misma, ni ingratitud para con Dios. Porque esta vida, por más que esté llena de infinitas miserias, con toda razón se cuenta entre las bendiciones de Dios, que no es licito menospreciar. Por eso, si no reconocemos en ella beneficio alguno de Dios, por el mismo hecho nos hacemos culpables de enorme ingratitud para con Él. Especialmente debe servir a los fieles de testimonio de la buena voluntad del Señor, pues toda está concebida, y destinada a promover su salvación y hacer que se desarrolle sin cesar. Porque el Señor, antes de mostrarnos claramente la herencia de la gloria eterna, quiere demostrarnos en cosas de menor importancia que es nuestro Padre; a saber, en los beneficios que cada día distribuye entre nosotros. 
Por ello, si esta vida nos sirve para comprender la bondad de Dios, ¿hemos de considerarla como si no hubiese en ella el menor bien del mundo? Debemos, pues, revestirnos de este afecto y sentimiento, teniéndola por uno de los dones de la divina benignidad, que no deben ser menospreciados. Porque, aunque no hubiese numerosos y claros testimonios de la Escritura, la naturaleza misma nos exhorta a dar gracias al Señor por habernos creado, por conservarnos y concedernos todas las cosas necesarias para vivir en ella, Y esta razón adquiere mucha mayor importancia, si consideramos que con ella en cierta manera somos preparados para la gloria celestial. Porque el Señor ha dispuesto las cosas de tal manera, que quienes han de ser coronados en el cielo luchen primero en la tierra, a fin de que no triunfen antes de haber superado las dificultades y trabajos de la batalla, y de haber ganado la victoria. 
Hay, además, otra razón, y es que nosotros comenzamos aquí a gustar la dulzura de su benignidad con estos beneficios, a fin de que nuestra esperanza y nuestros deseos se exciten a apetecer la revelación perfecta. Cuando estemos bien seguros de que es un don de la clemencia divina que vivamos en esta vida presente, y que le estamos obligados por ello, debiendo recordar este beneficio demostrándole nuestra gratitud, entonces será el momento oportuno para entrar dentro de nosotros mismos a considerar la mísera condición en que nos hallamos, para desprendernos del excesivo deseo de ella; al cual, como hemos dicho, estamos naturalmente tan inclinados. 
4. LO QUE QUITAMOS A LA ESTIMA DE LA VIDA PRESENTE LO TRANSFERIMOS AL DESEO DE LA VIDA CELESTIAL
Ahora bien, todo el amor desordenado de la vida de que nos desprendamos, hemos de añadirlo al deseo de una vida mejor, que es la celestial. 
Admito que quienes han pensado que el sumo bien nuestro es no haber nacido, y luego morirse cuanto antes, han tenido un excelente parecer según el humano sentir. Porque teniendo en cuenta que eran gentiles privados de la luz de la verdadera religión, ¿qué podían ver en este mundo, que no fuese oscuro e infeliz? Igualmente, no andaban tan descaminados los escitas, que solían llorar en el nacimiento de sus hijos, y se regocijaban cuando enterraban a alguno de sus parientes o amigos. Pero esto de nada les servía, porque al faltarles la verdadera doctrina de la fe, no veían de qué manera lo que de por sí no es una felicidad ni digno de ser apetecido, se convierte en bien para los fieles. Por eso, el final de sus reflexiones era la desesperación. 
El blanco, pues, que han de perseguir los fieles en la consideración de esta vida mortal será, al ver que no hay en ella más que miseria, dedicarse completamente con alegría y diligencia en meditar en aquella otra vida futura y eterna. Cuando hayan llegado a esta comparación, para bien suyo no podrán por menos que desentenderse de la primera, e incluso despreciarla del todo, y no tenerla en ninguna estima respecto a la segunda. Porque si el cielo es su patria, ¿qué otra cosa será la tierra sino un destierro? Si partir de este mundo es entrar en la vida, ¿qué otra cosa es el mundo sino un sepulcro; y qué otra cosa permanecer en él, sino estar sumido en la muerte? Si ser liberados del cuerpo es ser puestos en perfecta libertad, ¿qué otra cosa será el cuerpo más que una cárcel? Si gozar de la presencia de Dios es la suma felicidad, ¿no será una desgracia carecer de ella? Ciertamente, “entretanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor” (2 Cor. 5,6). Por tanto, si la vida terrena se compara con la celestial, no hay duda que fácilmente será menospreciada y tenida por estiércol. Es cierto que jamás la debemos aborrecer, sino solamente en cuanto nos tiene sujetos al pecado; aunque, propiamente ni siquiera este odio debe dirigirse contra ella. 
Sea de ello lo que quiera, debemos sentir hastío de ella de tal manera que, deseando que se termine, estemos preparados sin embargo a vivir en ella todo el tiempo que el Señor tuviere a bien, para que de esta manera el fastidio no se con vierta en murmuración e impaciencia. Porque ella es como una estancia en la que el Señor nos ha colocado; y debemos permanecer en ella hasta que vuelva a buscarnos. También san Pablo lamenta su suerte y condición por verse como encadenado en la prisión de su cuerpo mucho más tiempo del que deseaba, y suspira ardientemente por el momento de verse liberado (Rom. 7,24); sin embargo, para obedecer al mandato de Dios protesta que está preparado para lo uno o lo otro, porque se reconocía como deudor de Dios, cuyo nombre debía glorificar, fuese con la vida o con la muerte (Flp. 1,23-24). Pero propio es del Señor disponer lo que más conviene a su gloria. Por tanto, si debemos vivir y morir por Él (Flp. 1,20), dejemos a su juicio el fin de nuestra muerte y de nuestra vida; de tal manera, sin embargo, que de continuo estemos poseídos por un vivo deseo de morir, y meditemos en ello, menospreciando esta vida mortal en comparación con la inmortalidad futura, y deseemos renunciar a ella siempre que el Señor lo dispusiere, porque ella nos tiene sometidos a la servidumbre del pecado. 
5. EL CRISTIANO NO DEBE TEMER LA MUERTE, SINO DESEAR LA RESURRECCIÓN Y LA GLORIA
Es una cosa monstruosa que muchos que se jactan de ser cristianos, en vez de desear la muerte, le tienen tal horror, que tan pronto como oyen hacer mención de ella, se echan a temblar, como si la muerte fuese la mayor desventura que les pudiese acontecer. No es extraño que nuestro sentimiento natural sienta terror al oír que nuestra alma ha de separarse del cuerpo. Pero lo que no se puede consentir es que no haya en el corazón de un cristiano la luz necesaria para vencer este temor, sea el que sea, con un consuelo mayor. Porque si consideramos que el tabernáculo de nuestro cuerpo, que es inestable, vicioso, corruptible y caduco, es destruido para ser luego restaurado en una gloria perfecta, permanente, incorruptible y celestial, ¿cómo no ha de llevarnos la fe a apetecer ardientemente aquello que nuestra naturaleza detesta? Si consideramos que por la muerte somos liberados del destierro en que yacíamos, para habitar en nuestra patria, que es la gloria celestial, ¿no ha de procurarnos esto ningún consuelo? 
Alguno objetará que no hay cosa que no desee permanecer en su ser. También yo lo admito; y por eso mantengo que debemos poner nuestros ojos en la inmortalidad futura en la cual hallaremos nuestra condición inmutable; lo cual nunca lograremos mientras vivamos en este mundo. Y muy bien enseña san Pablo a los fieles que deben ir alegremente a la muerte; no porque quieran ser desnudados, sino revestidos (2 Cor. 5,4). Los animales brutos, las mismas criaturas insensibles, y hasta los maderos y las piedras tienen como un cierto sentimiento de su vanidad y corrupción, y están esperando el día de la resurrección para verse libres de su vanidad juntamente con los hijos de Dios (Rom. 8,19-21); y nosotros, dotados de luz natural, e iluminados además con el Espíritu de Dios, cuando se trata de nuestro ser, ¿no levantaremos nuestro espíritu por encima de la podredumbre de la tierra? 
Más no es mi intento tratar aquí de una perversidad tan grande. Ya al principio declaré que no quería tratar cada materia en forma de exhortación y por extenso. A hombres como éstos, tímidos y de poco aliento, les aconsejaría que leyeran el librito de san Cipriano que tituló De la Inmortalidad, si es que necesitan que se les remita a los filósofos; para que viendo el menosprecio de la muerte que ellos han demostrado, comiencen a avergonzarse de sí mismos. 
Debemos, pues, tener como máxima que ninguno ha adelantado en la escuela de Cristo, si no espera con gozo y alegría el día de la muerte y de la última resurrección. San Pablo dice que todos los fieles llevan esta marca (2 Tim. 4, 8); y la Escritura tiene por costumbre siempre que quiere proponernos un motivo de alegría, recordarnos: Alegraos, dice el Señor, y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra redención (Lc. 21, 28). ¿Es razonable, pregunto yo, que lo que el Señor quiso que engendrara en nosotros gozo y alegría, no nos produzca más que tristeza y decaimiento? Y si ello es así, ¿por qué nos gloriamos de El, como si aún fuese nuestro maestro, y nosotros sus discípulos? Volvamos, pues, en nosotros mismos; y por más que el ciego e insensato apetito de nuestra carne se oponga, no dudemos en desear la venida del Señor como la cosa más feliz que nos puede acontecer; y no nos contentemos simplemente con desear, sino aspiremos también a ella con gemidos y suspiros. Porque sin duda vendrá como Redentor; y después de habernos sacado de profundo abismo de toda clase de males y de miserias, nos introducirá en aquella bienaventurada herencia de vida y de su gloria. 
6. APORTEMOS NUESTRA MIRADA DE LOS COSAS VISIBLES, PARA DIRIGIRLA LAS INVISIBLES
Es cierto que todos los fieles, mientras viven en este mundo, deben ser como ovejas destinadas al matadero (Rom. 8, 36), a fin de ser semejantes a Cristo, su Cabeza. Serían, pues, infelicísimos, si no levantasen su mente al cielo para superar cuanto hay en el mundo y trascender la perspectiva de todas las cosas de esta vida.
Lo contrario ocurre una vez que han levantado su cabeza por encima de todas las cosas terrenas, aunque contemplen las abundantes riquezas y los honores de los impíos, que viven a su placer y con toda satisfacción, muy ufanos con la abundancia y la pompa de cuanto pueden desear, y sobrenadando en deleites y pasatiempos. Más aún: si los fieles se ven tratados inhumanamente por los impíos, cargados de afrentas y vejados con toda clase de ultrajes, aun entonces les resultará fácil consolarse en medio de tales males. Porque siempre tendrán delante de sus ojos aquel día, en el cual ellos están seguros que el Señor recibirá a sus fieles en el descanso de su reino, y enjugando todas las lágrimas de sus ojos los revestirá con la túnica de la gloria y de la alegría, y los apacentará con una inenarrable suavidad de deleites, y los elevará hasta su grandeza, haciéndolos, finalmente, partícipes de su bienaventuranza (Is. 25, 8; Ap. 7, 17). Por el contrario, arrojará de su lado a los impíos que hubieren brillado en el mundo, con suma ignominia de ellos; trocará sus deleites en tormentos; su risa y alegría en llanto y crujir de dientes; su paz se verá perturbada con el tormento y la inquietud de conciencia; castigará su molicie con el fuego inextinguible, y pondrá su cabeza bajo los pies de los fieles, de cuya paciencia abusaron. “Porque”, como dice san Pablo, “es justo delante de Dios pagar con tribulación a los que os atribulan, y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder” (2 Tes. 1, 6-7). 
Éste es, ciertamente, nuestro único consuelo. Si se nos quita, por fuerza desfalleceremos, o buscaremos consuelos vanos, que han de ser la causa de nuestra perdición. Porque el Profeta mismo confiesa que sus pies vacilaron y estuvo para caer, mientras persistió más de lo conveniente en considerar la prosperidad de los impíos; y nos asegura que no pudo permanecer firme y en pie hasta que, entrando en el Santuario del Señor, se puso a considerar cuál habla de ser el paradero de los buenos, y cuál el fin de los malvados (Sal. 73,2-3. 17.-20). 
En una palabra: la cruz de Cristo triunfa de verdad en el corazón de los fieles contra el Diablo, contra la carne, contra el pecado y contra los impíos, cuando vuelven sus ojos para contemplar la potencia de su resurrección. 

CAPITULO V

COMO HAY QUE USAR DE LA VIDA PRESENTE  Y DE SUS MEDIOS

1. PARA EVITAR LA AUSTERIDAD O LA INTEMPERANCIA, SE REQUIERE UNA DOCTRINA ACERCA DEL USO DE LOS BIENES TERRENOS
Con esta misma lección la Escritura nos instruye muy bien acerca del recto uso de los bienes temporales; cosa que ciertamente no se ha de tener en poco cuando se trata de ordenar debidamente nuestra manera de vivir. Porque si hemos de vivir, es también necesario que nos sirvamos de los medios necesarios para ello. Y ni siquiera podemos abstenernos de aquellas cosas que parecen más bien aptas para proporcionar satisfacción, que para remediar una necesidad. Hemos, pues, de tener una medida, a fin de usar de ellas con pura y sana conciencia, ya sea por necesidad, ya por deleite. 
Esta medida nos la dicta el Señor al enseñarnos que la vida presente es una especie de peregrinación para los suyos mediante la cual se encaminan al reino de los cielos. Si es preciso que pasemos por la tierra, no hay duda que debemos usar de los bienes de la tierra en la medida en que nos ayudan a avanzar en nuestra carrera y no le sirven de obstáculo. Por ello, no sin motivo advierte san Pablo que usemos de este mundo, como si no usáramos de él; que adquiramos posesiones, con el mismo ánimo con que se venden (1 Cor.7, 31). Mas, como esta materia puede degenerar en escrúpulos, y hay peligro de caer en un extremo u otro, procuremos asegurar bien el pie para no correr riesgos. 
Ha habido algunos, por otra parte buenos y santos, que viendo que la intemperancia de los hombres se desata como a rienda suelta si no se la refrena con severidad, y deseando poner remedio a tamaño mal, no permitieron a los hombres el uso de los bienes temporales sino en cuanto lo exigía la necesidad, lo cual decidieron porque no velan otra solución. Evidentemente este consejo procedía de un buen deseo; pero pecaron de excesivamente rigurosos. Su determinación era muy peligrosa, ya que ligaban la conciencia mucho más estrechamente de lo que requería la Palabra de Dios. En efecto, afirman que obramos conforme a la necesidad cuando nos abstenemos de todas aquellas cosas sin las cuales podemos pasar. Según esto, apenas nos seria lícito mantenernos más que de pan y agua. En algunos, la austeridad ha llegado aún más adelante, según se cuenta de Crates de Tebas, quien arrojó sus riquezas al mar, pensando que si no las destruía, ellas hablan de destruirlo a él. 
Por el contrario, son muchos los que en el día de hoy, buscando cualquier pretexto para excusar su intemperancia y demasía en el uso de estas cosas externas, y poder dejar que la carne se explaye a su placer, afirman como cosa cierta, que de ningún modo les concedo, que la libertad no se debe limitar por reglas de ninguna clase, y que hay que permitir que cada uno use de las cosas según su conciencia y conforme a él le pareciere licito. 
Admito que no debemos, ni podemos, poner reglas fijas a la conciencia respecto a esto. Sin embargo, como la Escritura nos da reglas generales sobre su uso legítimo, ¿por qué éste no va a regularse por ellas? 
2. DEBEMOS USAR DE TODAS LAS COSAS SEGÚN EL FIN PARA EL CUAL DIOS LAS HA CREADO
El primer punto que hay que sostener en cuanto a esto es que el uso de los dones de Dios no es desarreglado cuando se atiene al fin para el cual Dios los creó y ordenó, ya que El los ha creado para bien, y no para nuestro daño. Por tanto nadie caminará más rectamente que quien con diligencia se atiene a este fin. 
Ahora bien, si consideramos el fin para el cual Dios creó los alimentos, veremos que no solamente quiso proveer a nuestro mantenimiento, 5mb que también tuvo en cuenta nuestro placer y satisfacción. Así, en los vestidos, además de la necesidad, pensó en el decoro y la honestidad. En las hierbas, los árboles y las frutas, además de la utilidad que nos proporcionan, quiso alegrar nuestros ojos con su hermosura, añadiendo también la suavidad de su olor. De no ser esto así, el Profeta no cantarla entre los beneficios de Dios, que “el vino alegra el corazón del hombre”, y “el aceite hace brillar el rostro” (Sal. 104, 14). Ni la Escritura, para engrandecer su benignidad, mencionarla a cada paso que El dio todas estas cosas a los hombres. Las mismas propiedades naturales de las cosas muestran claramente la manera como hemos de usar de ellas, el fin y la medida. 
¿Pensamos que el Señor ha dado tal hermosura a las flores, que espontáneamente se ofrecen a la vista; y un olor tan suave que penetra los sentidos, y que sin embargo no nos es lícito recrearnos con su belleza y perfume? ¿No ha diferenciado los colores unos de otros de modo que unos nos procurasen mayor placer que otros? ¿No ha dado él una gracia particular al oro, la plata, el marfil y el mármol, con la que los ha hecho más preciosos y de mayor estima que el resto de los metales y las piedras? ¿No nos ha dado, finalmente, innumerables cosas, que hemos de tener en gran estima, sin que nos sean necesarias? 
3. CUATRO REGLAS SIMPLES
Prescindamos, pues, de aquella inhumana filosofía que no concede al hombre más uso de las criaturas de Dios que el estrictamente necesario, y nos priva sin razón del lícito fruto de la liberalidad divina, y que solamente puede tener aplicación despojando al hombre de sus sentidos y reduciéndolo a un pedazo de madera. 
Mas, por otra parte, con no menos diligencia debemos salir al paso de la concupiscencia de la carne, a la cual, si no se le hace entrar en razón, se desborda sin medida, y que, según hemos expuesto, también tiene sus defensores, quienes so pretexto de libertad, le permiten cuanto desea. 
1º. EN TODO, DEBEMOS CONTEMPLAR AL CREADOR, Y DARLE GRACIAS
La primera regla para refrenarla será: todos los bienes que tenemos los creó Dios a fin de que le reconociésemos como autor de ellos, y le demos gracias por su benignidad hacia nosotros. Pero, ¿dónde estará esta acción de gracias, si tomas tanto alimento o bebes vino en tal cantidad, que te atonteces y te inutilizas para servir a Dios y cumplir con los deberes de tu vocación? ¿Cómo vas a demostrar tu reconocimiento a Dios, si la carne, incitada por la excesiva abundancia a cometer torpezas abominables, infecta el entendimiento con su suciedad, hasta cegarlo e impedirle ver lo que es honesto y recto? ¿Cómo vamos a dar gracias a Dios por habernos dado los vestidos que tenemos, si usamos de ellos con tal suntuosidad, que nos llenamos de arrogancia y despreciamos a los demás; si hay en ellos tal coquetería, que los convierte en instrumento de pecado? ¿Cómo, digo yo, vamos a reconocer a Dios, si nuestro entendimiento está absorto en contemplar la magnificencia de nuestros vestidos? Porque hay muchos que de tal manera emplean sus sentidos en los deleites, que su entendimiento está enterrado. Muchos se deleitan tanto con el mármol, el oro y las pinturas, que parecen trasformados en piedras, convertidos en oro, o semejantes a las imágenes pintadas. A otros de tal modo les arrebata el aroma de la cocina y la suavidad de otros perfumes, que son incapaces de percibir cualquier olor espiritual. Y lo mismo se puede decir de las demás cosas. 
Es, por tanto, evidente, que esta consideración refrena hasta cierto punto la excesiva licencia y el abuso de los dones de Dios, confirmando la regla de Pablo de no hacer caso de los deseos de la carne (Rom. 13,14); los cuales, si se les muestra indulgencia, se excitan sin medida alguna. 
4. 2º. SEGUNDA REGLA
Pero no hay camino más seguro ni más corto que el desprecio de la vida presente y la asidua meditación de la inmortalidad celestial. Porque de ahí nacen dos reglas. 
La primera es que quienes disfrutan de este mundo, lo hagan como si no disfrutasen; los que se casan, como si no se casasen; los que compran, como si no comprasen, como dice san Pablo (1 Cor. 7,29-31). 
La segunda, que aprendamos a sobrellevar la pobreza con no menor paz y paciencia que si gozásemos de una moderada abundancia. 
A. USEMOS DE ESTE MUNDO COMO SI NO USÁRAMOS DE ÉL. El que manda que usemos de este mundo como si no usáramos, no solamente corta y suprime toda intemperancia en el comer y en el beber, todo afeminamiento, ambición, soberbia, Fausto y descontrol, tanto en la mesa como en los edificios y vestidos; sino que corrige también toda solicitud o afecto que pueda apartarnos de contemplar la vida celestial y de adornar nuestra alma con sus verdaderos atavíos. Admirable es el dicho de Catón, que donde hay excesiva preocupación en el vestir hay gran descuido en la virtud; como también era antiguamente proverbio común, que quienes se ocupan excesivamente del adorno de su cuerpo apenas se preocupan de su alma. 
Por tanto, aunque la libertad de los fieles respecto a las cosas externas no debe ser limitada por reglas o preceptos, sin embargo debe regularse por el principio de que hay que regalarse lo menos posible; y, al contrario, que hay que estar muy atentos para cortar toda superfluidad, toda yana ostentación de abundancia ¡tan lejos deben estar de la intemperancia!, y guardarse diligentemente de convertir en impedimentos las cosas que se les han dado para que les sirvan de ayuda. 
5. B. SOPORTEMOS LA POBREZA; USEMOS MODERADAMENTE DE LA ABUNDANCIA
La otra regla será que aquellos que tienen pocos recursos económicos, sepan sobrellevar con paciencia su pobreza, para que no se vean atormentados por la envidia. Los que sepan moderarse de esta manera, no han aprovechado poco en la escuela del Señor. Por el contrario, el que en este punto no haya aprovechado nada, difícilmente podrá probar que es discípulo de Cristo. Porque, aparte de que el apetito y el deseo de las cosas terrenas va acompañado de otros vicios numerosos, suele ordinariamente acontecer que quien sufre la pobreza con impaciencia, muestra el vicio contrario en la abundancia. Quiero decir con esto que quien se avergüenza de ir pobremente vestido, se vanagloriará de verse ricamente ataviado; que quien no se contenta con una mesa frugal, se atormentará con el deseo de otra más opípara y abundante; no se sabrá contener ni usar sobriamente de alimentos más exquisitos, si alguna vez tiene que asistir a un banquete; que quien con gran dificultad y desasosiego vive en una condición humilde sin oficio ni cargo alguno público, éste, si llega a verse constituido en dignidad y rodeado de honores, no podrá abstenerse de dejar ver su arrogancia y orgullo. 
Por tanto, todos aquellos que sin hipocresía y de veras desean servir a Dios, aprendan, a ejemplo del Apóstol, a estar saciados como a tener hambre (Flp. 4, 12); aprendan a conducirse en la necesidad y en la abundancia.
3°. SOMOS ADMINISTRADORES DE TOS BIENES DE DIOS
Además presenta la Escritura una tercera regla, con la que modera el uso de las cosas terrenas. Algo hablamos de ella al tratar de los preceptos de la caridad.’ Nos enseña que todas las cosas nos son dadas por la benignidad de Dios y son destinadas a nuestro bien y provecho, de forma que constituyen como un depósito del que un día hemos de dar cuenta. Hemos, pues, de administrarlas como si de continuo resonara en nuestros oídos aquella sentencia: “Da cuenta de tu mayordomía” (Lc. 16,2). Y a la vez hemos de recordar quién ha de ser el que nos pida tales cuentas; a saber, Aquel que tanto nos encargó la abstinencia, la sobriedad, la frugalidad y la modestia, y que detesta todo exceso, soberbia, ostentación y vanidad; que no aprueba otra dispensación de bienes y hacienda, que la regulada por la caridad; el que por su propia boca ha condenado ya todos los regalos y deleites que apartan el corazón del hombre de la castidad y la pureza, o que entontecen el entendimiento. 
6. 4°. EN TODOS LOS ACTOS DE LA VIDA DEBEMOS CONSIDERAR NUESTRA VOCACIÓN
Debemos finalmente observar con todo cuidado, que Dios manda que cada uno de nosotros en todo cuanto intentare tenga presente su vocación. Él sabe muy bien cuánta inquietud agita el corazón del hombre, que la ligereza lo lleva de un lado a otro, y cuán ardiente es su ambición de abrazar a la vez cosas diversas. 
Por temor de que nosotros con nuestra temeridad y locura revolvamos cuanto hay en el mundo, ha ordenado a cada uno lo que debía hacer. Y para que ninguno pase temerariamente sus límites, ha llamado a tales maneras de vivir, vocaciones. Cada uno, pues, debe atenerse a su manera de vivir, como si fuera una estancia en la que el Señor lo ha colocado, para que no ande vagando de un lado para otro sin propósito toda su vida. 
Esta distinción es tan necesaria, que todas nuestras obras son estimadas delante de Dios por ella; y con frecuencia de una manera muy distinta de lo que opinaría la razón humana y filosófica. El acto que aun los filósofos reputan como el más noble y el más excelente de todos cuantos se podrían emprender, es libertar al mundo de la tiranía; en cambio, toda persona particular que atente contra el tirano es abiertamente condenada por Dios. Sin embargo, no quiero detenerme en relatar todos los ejemplos que se podrían aducir referentes a esto. Baste con entender que la vocación a la que el Señor nos ha llamado es como un principio y fundamento para gobernarnos bien en todas las cosas, y que quien no se someta a ella jamás atinará con el recto camino para cumplir con su deber como debe. Podrá hacer alguna vez algún acto digno de alabanza en apariencia; pero ese acto, sea cual sea, y piensen de él los hombres lo que quieran, delante del trono de la majestad divina no encontrará aceptación y será tenido en nada. 
En fin, si no tenemos presente nuestra vocación como una regla permanente, no podrá existir concordia y correspondencia alguna entre las diversas partes de nuestra vida. Por consiguiente, irá muy ordenada y dirigida la vida de aquel que no se aparta de esta meta, porque nadie se atreverá, movido de su temeridad, a intentar más de lo que su vocación le permite, sabiendo perfectamente que no le es lícito ir más allá de sus propios límites. El de condición humilde se contentará con su sencillez, y no se saldrá de la vocación y modo de vivir que Dios le ha asignado. A la vez, será un alivio, y no pequeño, en sus preocupaciones, trabajos y penalidades, saber que Dios es su guía y su conductor en todas las cosas. El magistrado se dedicará al desempeño de su cargo con mejor voluntad. El padre de familia se esforzará por cumplir sus deberes. En resumen, cada uno dentro de su modo de vivir, soportará las incomodidades, las angustias, los pesares, si comprende que nadie Lleva más carga que la que Dios pone sobre sus espaldas. 
De ahí brotará un maravilloso consuelo: que no hay obra alguna tan humilde y tan baja, que no resplandezca ante Dios, y sea muy preciosa en su presencia, con tal que con ella sirvamos a nuestra vocación.